27 de marzo de 2012

Fiat Lux

Que sí, que queda muy bonito dicho en latín y eso. Y dicho en armenio antiguo debe ser la ostia antes del sermón. Pero que Dios no lo tuvo tan claro, también es verdad. Por mucho latín que hablara cuando hizo explotar esa masa minúscula y la lió parda con las diferencias de gravedades, pesos y fuerzas electromagnéticas. Más le habría valido estarse calladito. Y cuando además vio que las cosas más o menos encajaban al enfriarse (ya sabemos que en caliente no se veía nada claro entre tanta flatulencia cósmica), pues lo dejó así y se atribuyó el mérito.
Tanta introducción para lo siguiente: hace unas semanas me alcanzaron dos libros de mierda. No voy a mencionarlos, ni a sus autores, porque fue más la impresión que me causó de que fueran una basura y la hubieran publicado, que los nombres de sus autores. Por lo que los olvidé por completo. Pero me acordé de Dios y de tantas cosas que le salieron mal y de cómo buscan en Suiza darle la razón o creer que el chaval lo tenía todo calculado. Me acordé de todo esto cuando leía el esmerado prólogo con el que otro escritor nobel (un poco menos nobel, para prologar al colega) trataba de justificar la bazofia sque le seguía.
Pero tampoco seamos tan exquisitos: ambos libros eran... normalitos. Un comienzo, un desarrollo, un desenlace. Plagados de lugares comunes, repetitivos, pretensiosos por partes, ausentes de metáforas. Eran una lección de "cómo escribir mal", acelerada y condensada en doscientas páginas cada uno. Y tuve ganas de tirárselos por la cabeza a todos y cada uno de los profesores de todos y cada uno de los talleres literarios que hice en más de una década. Tanta excelencia para nada. Viene un pringado con una historia aburrida, le pone algo de filosofía barata, la desbarata y voilà: una editorial "independiente" (que van de serios, muchos, no todos) va y se lo publica. Y luego un alma caritativa me lo acerca.
Entonces llegué a una terrible conclusión: menearte a Cortázar o a Kundera todo el tiempo te distrae y frustra al querer contar tu propia historia. Hasta el final. Buscando la puta excelencia lo dejas todo por la mitad y empiezas a creer en serio que está todo escrito y que si esos mosntruos existieron tú no eres más que una broma. Y abandonas un centenar de cuentos bonitos, no geniales, en una caja de zapatos a la sombra. Te convences de que no eres capaz y te dedicas a leer reseñas de otros a los que compadeces de sus intentos desesperados. Hasta que llega un día que te alcanzan dos libros de mierda que habrías podido escribir con la polla.
Y entonces protagonizas otro Big Bang: el de mandar a tomar por culo a todos los eruditos, retomar esos cuentos bonicos sobre insectos asesinos o sombras que acunan, y darles un merecido final. No uno genial, ni uno profundo, ni tan siquiera lógico. Un final y punto. Las cosas se enfriarán a su debido momento y lo verás todo claro. Pero mientras tanto, hazlo y punto.
Están construyendo un colisionador para comprenderte en otro punto del tiempo-espacio.

17 de marzo de 2012

El desgarro


No tenían sitio para sentarse los cuatro juntos. Yo ocupaba un sitio de una fila de cuatro y la fila frente a mi tenía un asiento libre, así que la familia se distribuyó con eficiencia y precisión, desoyendo mi ofrecimiento del puesto.

 La mujer se sentó a mi lado, apoyando el bastón contra su barbilla, y el hombre se sentó enfrente, entre las dos chiquillas que guiaba con sus manos. Al terminar de sentarlas, le hizo un gesto a la mujer, con una sonrisa, al que ella asintió con el silencio de las parejas que se hablan sin hablar porque ya se lo han dicho todo. Lo vi por el reflejo del cristal, la mujer tenía arrugas profundas en los ojos y parecía aún mayor que el hombre, que tenía el cabello completamente blanco y ojos rasgados por el cristal de sus gafas. El identikit que me apuré a realizarles explicó lo de las niñas, tan pequeñas: una morena de unos nueve años y una asiática de edad incalculable pero de modales espontáneos. Habrá tenido unos cinco años.

La morena iba seria, de chándal azul y bolso verde con un pin en el que se dibujó una flor. La asiática no paraba de moverse en el asiento y agitar su diadema rosa y su falda vaquera. Pero el hombre se volteó hacia la morena y la señaló con el dedo:

-Que sea la última vez que te comportas así. Te portas fatal, no haces más que disgustarnos ¿Me oyes? Te quedarás en casa y no vendrás nunca más con nosotros ¿te queda claro?- seguía señalándola con un dedo índice muy largo y recto hasta casi tocarle la frente, la niña no lo miraba- Eres muy mala ¿Por qué no puedes ser como Laura?

La niña asiática entonces paró de moverse, tomando de la mano que le quedaba libre al hombre, que se giró hacia ella.

-Quiero petisui- dijo la niña y el hombre le sonrió, cambiando con una facilidad pasmosa el gesto duro al cálido.

- Cuando lleguemos a casa tendrás todo el petisui que quieras - miró a la mujer- ¿verdad que se lo merece?

Y los tres se sonrieron y juraron tomarse todo el petisui de la nevera.

Mientras, yo observaba a la niña morena, que escondía las manos regordetas entre las piernas y el bolso verde de pin de flor. Esquivó mi mirada y la fijó en el suelo. Se pasó una mano por el cabello, negro azabache, y se colocó un mechón detrás de la oreja. Era una niña  con un cuerpo de niño regordete y una pelusilla sobre el labio superior que vaticinaba una adolescencia incipiente. No era un encanto de catálogo, como la asiática, y creo que casi no respiraba. Se miraba las manos y aguantaba la respiración.

-Indira -dijo el hombre y la niña morena levantó la vista del suelo- quiero que me mires y atiendas -ordenó, obligando a esa mirada a reparar en el dedo índice que se desplegaba otra vez,  rígido como un puntero.

La niña se fijó en el dedo mientras el hombre mayor volvía a la carga. Era una niña mala, un desastre, un disgusto, un error. Se lo iban a contar a alguien, alguien que iba a venir a buscarla porque era un mal ejemplo para Laura (ya entonces sabía que se refería a la niña asiática, que seguía canturreando su pedido de petisui y golosinas y helados y diademas rosas). El hombre bajó el mentón y fijó unos ojos que no parpadeaban en la silenciosa niña de los dioses azules. La batalla estaba decidida en favor del dios de las cruces. El Monte del Calvario se alzaba. Las manos de la niña temblaban y se escondían en un bolso verde en el que crecía una sola flor, tan huérfana como ella. Retrocedió contra el respaldo del asiento y no se escuchó su voz, si es que la tuviera. Se quedó ahí, señalada, mientras los tres restantes regresaban a sus diálogos sordos con aroma a chicles.

Yo la observaba con la esperanza de que me mirase. Iba a dedicarle una sonrisa, creyendo que así aliviaría su carga. Pero no volvió a levantar la vista del suelo. Se encorvó en su asiento, con un temblor en las comisuras de los labios y se quedó mirando su chándal: era azul y estaba un poco desgastado, remendado en los sitios donde sus caderas empezaron por crecer. Con una mano oscura se alisó los pliegues que se hacían en las rodillas. Juntó sus pies muy pegados entre si y abrazó su bolso verde. Ignoró que la flor del pin tenía una sonrisa dibujada y allí se quedó, al margen del amor.
Hubiera querido seguir a esa familia hasta un final feliz, pero el tren llegó a mi estación antes. Hubiera querido tomarle de las manos a la niña de las Indias y darle calor, pero yo sentía frío. Y me bajé dándole la espalda a un trozo de terreno arrasado entre esas pestañas tupidas. Apuré el paso para que nadie fuera testigo de que me llovía por dentro.