25 de febrero de 2012

Fosa común

Él les respondió diciendo: «¿Quiénes son mi madre y mis hermanos?» Y mirando a los que estaban sentados alrededor de él, dijo:«Aquí están mi madre y mis hermanos» (Marcos 3:31)

Dónde está. Dónde. Tiene que estar, y si no está tiene que estar lejos, muy lejos para no escucharme. Porque voy preguntando, bajo el sol, a cada piedra, cada nube, cada hombre o animal si han visto a mi hijo. Dónde está, algo ha pasado y nadie me dice nada. Dicen que no moleste, que se habrá ido de fiesta, que andará borracho. Que no me ama.

Pero nada de eso me importa. Puede que no me ame, pero yo soy su madre y sé que algo grave ha pasado en ese tren. Y que él, mi muchacho, iba en esa tragedia. Recuerdo la hora en que lo despedí: quise acariciarle la cabeza para peinarlo con los dedos y se negó porque llegaba tarde. Como cada mañana, salió de casa casi dos horas antes, dando pasos largos con esas piernas de hindú que tiene, para alcanzar el tren recargado que lo lleva a la capital, muerto de calor con pantalón y camisa. Contaba los días para cobrar el sueldo y comprarle a la nena una bicicleta. Le dije que iba a ayudarlo, así podía ir a visitarla con algo más que su humildad, para que en la casa de mi nuera vieran por fin lo mucho que ama a esa chica y su beba. Es un buen padre, mi muchacho, nunca desaparecería así.

Nadie me cree y me empujan fuera de los hospitalesy las morgues. Vieja loca, me llaman, tu negrito se fugó al Paraguay con una india. Y yo no tengo un minuto que perder, ni para responderles. Hay otras madres que me rodean y me consuelan. Otros padres que me escuchan a pesar de su propio dolor. Grito al cielo que tengo la bicicleta ya en la puerta de casa, para conjurar su regreso.

Pero ya no regresará. No volverá a mis brazos. Lo encontraron por el olor, retorcido entre los hierros. No podré siquiera lavar su cuerpo para despedirlo. Cuando me mostraron su cuerpo no pude reconocerlo en esos pómulos hinchados y esas uñas en sangre. Era él porque llevaba la medalla de la virgencita que le regaló su abuela cuando tenía diez años. Si me hubieran dejado con él a solas, habría lavado su frente, puesto en su lugar los huesos de la cara para reconocerle los ojos negros y la sonrisa plácida, envuelto sus pies en medias limpias. Tal vez hubiera podido recuperar el color de su piel aceituna. Le habría pasado los dedos por el cabello. Y entonces lo habría abrazado para llorar nuestra despedida.

Pero no, los pobres tampoco podemos despedirnos.

13 de febrero de 2012

Tecnocracia

Mientras su abuela regulaba la temperatura en la puerta de entrada a la habitación, Néstor escribió en su pizarra la nueva palabra aprendida en el colegio. Estaba aún en la tarea cuando la abuela le colocó otro cojín en la espalda para enderezarlo y se sentó en el borde de la cama.
-Qué escribes -preguntó- Cuéntame.
-Tecnocracia- Néstor mostró lo escrito en su pizarra - hoy nos enseñaron los deberes que tenemos con el gobierno desde los diez años.
La abuela le dedicó una sonrisa.
- Eso me recuerda que tenemos algo muy importante que hacer hoy.
  Néstor se agitó y cambió de pantalla sin levantar la mirada. Pantalla tras pantalla, fue pasando palotes unidos por una línea, de tres en tres. Al final, ahí estaba. Quedaba sólo uno. Néstor lo cruzó con una línea en el cristal y lo convirtió en una cruz, un símbolo que dieron en historia una vez. Cuando terminó levantó la vista y miró por la ventana al cielo de la noche.- ¿Es muy largo el viaje de regreso? -preguntó
- Jamás será tan largo como los años trabajados para pagar la deuda -volvió a explicarle su abuela.
Era verdad. Diez años en las minas de silicio, con el cepo programado para soltar a los trabajadores una vez pagado el Estado. Se lo habían contado mejor en el colegio, pero no quería alterar a su abuela. La garantía de techo, agua y comida excluía todo lo demás, y si se deseaba más de lo mínimo sólo existía el trabajo forzado para pagar la deuda.
Se quedó mirando al cielo, con los ojos entornados para jugar a adivinar una luz de la nave que traía a su familia de regreso. Quería gustarles, ser el más listo y el más divertido.
- Buenas noches, Néstor - se despidió la abuela, acariciándole la cabeza en un gesto eterno.
- ¿Me cuentas la historia de cuando se veían las estrellas? ¿De cuando eras niña y aún se veía la luna? -Néstor tenía los ojos brillantes.
-Es muy tarde y mañana es tu cumpleaños, hijito. Ahora duérmete. Debemos madrugar para estar primeros en la plataforma de llegada.
Un chasquido en su nuca como cada cada noche y el pellizco sedante empezó a adormecerle las extremidades. Dejándose arrastrar por la corriente que dormía su sangre, escuchó a su abuela mientras entornaba la puerta de su habitación.
-Has valido cada año trabajado.

9 de febrero de 2012

No te alejes tanto de mí

Cuando los héroes de tu adolescencia empiezan a morir, ocupando portadas, llega el momento de comenzar tu balance.
Te estás haciendo mayor y no, no son las resacas que se soportan menos, no es el hastío ni la falta de sol. Es el último tramo cuesta arriba antes de la pendiente.
Cuando el último titán desaparezca, reemplazado por un imberbe desconocido, y la patria de tu infancia parezca un sueño imposible de haber ocurrido alguna vez, calcularás de nuevo y dirás "es imposible, si estuve en su concierto... hace veinte años atrás!"
Hay un mundo que morirá contigo. Y comienza a dar señales de su agonía, cuando regresas sobre tus pasos y nada (nada) de lo que dejaste a buen recaudo está esperándote (nada). No están esos vecinos que avisaban a tu madre cuando te cortabas un pie por ir descalza. No están los carcerberos que te escuchaban llegar cuando el autobús que te traía de regreso del colegio aún no había doblado la esquina de tu calle. No están las noches cálidas para soñar con el río crecido. No están las calles a salvo del asfalto. No están los amigos dispuestos a escaparse.
Tarde o temprano ni siquiera estará el recuerdo de tus pasiones. Únicas e incrédulas de su naturaleza efímera.
Todo será arrastrado por el tiempo. Todos seremos abrazados por esa boa constrictor que nos romperá los huesos y nos quitará el aire.
Cuando caigas en la cuenta de esto, elige el canto de uno de los héroes desaparecidos y revívelo. Llámalo para que sea su mano amorosa la que te porte, con alegría, al encuentro de ese país que, entonces sí, te estará esperando:

No te alejes tanto de mí (Luis Alberto Spinetta. 1959-2012)

Algo está pasando hoy,


es que te quiero tanto amor

ya nada está cerrado

luces como el mundo

Me estaba preguntando,

me estaba preguntando,

estaba simplemente así

Y ellos se estaban oxidando,

y yo estaba por creer,

en vos

No te alejes tanto

no te alejes tanto

de mí

Me estaba preguntando,

y estaba alimentando,

y estaba alucinando bien,

y es que estaba satinado,

y estaba por pensar,

en vos

Estaba yo pensando,

que era balanceado,

y estabas acercándote

( nena vos acercándote )

pero no,

vos venías por alta,

yo estaba satinado,

me estabas recorriendo al fin

nena al fin

No te alejes tanto

de mí.

Réplica

Era el hijo perdido e irrecuperable. Era un despertar helado, un destino de anciano triste. Y ya no tenía un Dios que se conmueva ante su herida. El mundo le llegaba como esa fiesta que se escucha desde el retrete apestoso en el que se encierra uno para vomitar. Y lo único que quería escuchar era la esperanza, la promesa de que su niño le sería devuelto.
No un Dios, sino otro hombre como él, se apiadó y le susurró un mantra, aquella tarde frente al portal. Sólo los hombres podemos apiadarnos de los hombres. Repítelo y tu hijo te será devuelto. Es imposible  reclamarle un niño a la muerte. Protestó por la ofrenda. Confía, dijo el extraño mientras se alejaba. Y él, suspendido con las llaves en la mano derecha, sintió el viento de enero colándose entre el cuello del abrigo, sin opciones. Y subió jadeando hasta la última habitación en donde tantas otras tardes se encontraba con un punto y aparte de su vida anterior.
Comenzó entonces con la primera palabra. Y se sintió ridículo. Fijó la vista en un hoyo microscópico, un ombligo diminuto en la pared. Podía ser su imaginación, y tiró de la segunda palabra. Para la tercera soltó una risa nerviosa. Qué dirían los vecinos, por fin se ha vuelto loco y habla solo en un idioma inventado. Ni siquiera sabía lo que significaba. Pensó en el hijo y en la convicción con la que éste hablaba en una lengua inventada cuando era un bebé. Él sabía lo que decía, y hablaba y reía mostrando los primeros dientes. Entonces terminó el mantra pero ya estaba empezando otra vez. Siguió otra réplica, sonriendo con todos sus dientes al niño crédulo. Creyó en el hijo y lo reclamó.
El bucle siguió su ritmo. Del hoyo creció una espiral de sílabas, el paladar chasqueaba en cada repetición. No se encendió una sola luz en todo el piso. Y él era el hijo que creía en sus palabras, el que reía histérico, o bostezaba sin dejar de hablarle al mundo, el que era padre aún. Y era padre de todos los hijos de este mundo que se inventaban un idioma. Era el hijo de todos los hijos que lloran una pérdida. Era el hijo que aún era amado. Era aún el amor, siempre presente. Era el que amaba a ese niño, y a todos, y siempre lo había hecho. La ilusión no era el amor por un ser, la ilusión era el amor por un único ser. El niño no se había marchado. Caminaba junto a él, en él.
Repetición tras repetición. Hasta que sonó el teléfono. Se le habían dormido las piernas pero pudo ponerse en pie. Al responder, la voz de un niño dijo su nombre
¿Eres tú?

7 de febrero de 2012

Ebook sí, ebook no...

Como una chispa en un reguero de pólvora, está llegando a todos el corto animado candidato al Oscar, "The Fantastic Flying Books of Mr. Morris Lessmore". Exquisito, impecable y emocionante. Llega en el momento en el que muchos (me incluyo) estamos meditando el salto al Ebook por cuestiones de peso, volumen aceptable en nuestras viviendas, precios, etc. Aunque lo de los precios merece un capítulo aparte, dado que aún no son tan baratos como prometía su tecnología.

El corto me obligó a retroceder sobre mis pasos. Ya no lo tengo tan claro. Es irremediable, lo sé, pero tengo mis dudas.

Una noche de copas, mi amigo Fernando y yo nos preguntábamos qué sería de tantos marcapáginas existentes en este mundo. En ese momento tenía uno traído de Turquía, una tela bordada con palabras del Corán. Qué regalarían los niños en los días de la madre o el padre ¿Una funda para el aparatito, tal vez?

También nos preguntamos sobre esa costumbre pudorosa de envolver los libros en papel de periódico cuando no queremos que nadie sepa lo que estamos leyendo. Por vergüenza la mayoría de las veces, si estamos leyendo una novela rosa, un best seller, un libro de autoayuda o Mein Kampf (los libros sobre sexo se leen directamente en casa, solos o acompañados). O sobre la costumbre de la gente moderna de combinar unas gafas de pasta con El Extranjero o La Extinción (las chicas combinan colores estridentesy anillos artesanales con El varón Domado).

Un libro nos identifica.

Un tema preocupante es que no sólo son libros, también pululan los libros multimedia: escuchar música, jugar al solitario, navegar por internet... y poco a poco agregarán recibir llamadas y hasta un calendario menstrual. Lo de apartarte a un rincón secreto para tumbarte a leer ya no será posible. Y mientras intentas seguir el ataúd de la madre de los gemelos en El Dios de las Pequeñas Cosas, te estarán interrumpiendo con las actualizaciones del facebook. Basta: un libro merece respeto.

Un libro nos concentra.

Y sé que es una mala costumbre y que me han dicho muchas veces que eso no se hace niña mala, pero yo suelo prestar con soltura los libros que amo. He perdido varias veces el mismo ejemplar con esta práctica. Me la juego a doble o nada que si encuentro a alguien en medio de la nada a quien le vendría muy bien leer, por ejemplo, Los Lanzallamas, le dejo ahí mismito el ebook, su cargador y su gamuza para limpiar la pantalla. Y sabemos que cuando dejas un ebook estás dejando quichicientos ejemplares en una tarjeta de memoria. Pasaré a perder no sólo lo que presto, sino también lo que va con él. Por lo tanto deberé evitar ese impulso y el placer de descubrirle a los amigos un autor. Cosa que me anuda la garganta, para ser sincera.

Porque un libro se comparte.

Motivos de peso se contrarrestan con argumentos en contra. Vale que se talan menos árboles para la fabricación de papel, pero se esclavizan más africanos en esas minas infrahumanas de las que extraen el mineral de los chips. Vale que son más livianos, pero si te quedas sin batería lejos de la civilización no tienes ni un libro ni tres mil (¿dónde quedará eso de llevarse un libro a una isla desierta?). Vale que entra la mismísima biblioteca de Alejandría en su memoria. Pero si apenas te lees un par de libros por año (la media de España), suponiendo que vivas hasta los ochenta y comiences desde los ocho, sólo leerás en tu vida ciento cuarenta y cuatro libros.

Además, mejor un buen libro de vez en cuando que tres mil que nunca lees.

Con todo, esta pataleta ya huele a melancolía. Es irremediable, Mr Smith.

4 de febrero de 2012

Lo que puede pasarte con un libro de poesía

Que resulta que abres la primera página y voilà, un matra. Que te desactiva al oído y tú tan campante te metes en el último tren del metro al filo del último tramo de la medianoche. Y están todos ahí, los vagones no se vacían para ti y te apretan contra la humanidad. Viajas y cuentas las sílabas. Hu. ma. Ni.Dad.Mientras una chica de trenzas se despide en la mirada de un calvo al que le cierran las puertas tras el silbato. Y está la limpiadora de oficinas, el cocinero, las muchas parejas de enamorados y las de cachondos buscando esquina. Y piensas que es mejor ser una muñeca que lia porros porque no es necesario pensar. Falta el aire y te bajas sin contar las estaciones que faltan, pero sólo lo descubres cuando al final de las escaleras la noche de febrero tensa la película de la piel de tu rostro. No importa, caminas igual, estamos en Madrid coño.
Madrid de noche. No una noche cualquiera: una noche de febrero en la que llevas un libro de poesia en tu abrigo y te aferras a él como a la esperanza, mientras el viento amenaza con quitarte el sombrero. Pero sigues sintiendo que estás a salvo, tras los contenedores y las cajas de cartón apiladas. A las puertas del bar Kalcos se reúnen los pingüinos de las últimas copas y los cigarros. Llegas al parque en el que el agua de los aspersores sigue congelada con su arco iris y ya no sientes frío. Te sientas en un banco esperando el bautismo del rocío. "Mi voz está vacía / quieta casi frontera / es tuya si la quieres / tuya si la quisieras..."

Ya no sientes frío.