18 de noviembre de 2012

Casandra sabe morir


No hubiera muerto en otro tiempo, en otra época. Tal vez ni siquiera estaría fría y pudriéndose si no hubiera sido ella. Tan elegante, tan distinta a esa pequeña masa de carne blanda y tibia que llegó al mundo como cualquier ordinario mortal unas pocas décadas atrás. Era joven aun cuando se sorprendió a si misma muriendo. Y dio esa lección que no pudo dar al nacer, decidida a marcar la diferencia, a destacar por encima de esa multitud de diferentes ansiosos de reconocimiento. Siempre  tuvo clase, también orgullo. Fina y altiva, se supo diferente a la tierna edad en que se supo bella. De la misma manera en que se supo moribunda, al ver su escote iridiscente en el espejo, cruzado por un hilo de sangre.

Unos minutos antes, tras el golpe en la cabeza, guardó las formas y bromeó con soltura. Pudo elevarse por encima de la escena y ver la posición ridícula que había adoptado su cuerpo esbelto tras la caída, marcando una cruz de brazos y piernas en la nieve. Se levantó sabiéndose observada y sacudió la cabeza sin demostrar el esfuerzo que aquello le costó. Dolía. Lo sintió como no sintió antes ninguna otra cosa. Pero enderezó espalda, alineó caderas y hombros  y dio sus primeros pasos entre los curiosos. La fotografiaban, alguien murmuró algo y ella lo sintió como un aguijón doloroso. Dijo algo apropiado para encajar una sonrisa y rechazar con un gesto femenino de los suyos al médico que llegaba a auxiliarla y venerarla.

Por eso, de haber sido otra época, de haber sido por ejemplo una damisela en apuros, habría aceptado gustosa la ayuda. Si hubiera sido una matrona clásica habría sabido que la necesitaba. Tal vez, incluso, de haber sido la clase de persona común y corriente de las que se permiten errores, estaría viva. Pero el error por el que resbaló le resultó imposible de llevar y decidió, ella, la diferente, pagarlo con estoicismo de dioses.

Se retiró a su habitación con el oído que empezaba a sangrar, pero la cabeza en alto. Pidió hielo al servicio de habitaciones, despidió al asistente y ordenó que no le pasaran llamadas. Se metió en la cama. Cinco horas más tarde moría en las alturas de un helicóptero de urgencias, con un derrame cerebral irreversible que se la llevaba, elegante, intachable, al encuentro con su única debilidad.

5 de noviembre de 2012

La Pala(bra)brota

   Hace ya un par de años presenté a concurso un relato que fue debidamente abandonado en un cajón. Era una historia tensa en la que al final se descubría a un estafador y a una engañada. Por supuesto, la engañada no reaccionaba nada bien y soltaba toda clase de improperios. Para hacerlo realista me tuve que inspirar en esos momentos del clásico "borracho pesado", cuando el borracho en cuestión se caga en su misma madre (sí, he conjugado el verbo "cagar"... existe, mojigatas)
   Uno de los comentarios descalificadores del relato, y el que más ridículo encontré, fue que era innecesario el "exabrupto" al final. Habrán esperado que la víctima prepare un té, invite a su estafador a unas pastas y luego le arrojara un guante a la cara en señal de ofensa y desafío ¿No? Lo mismo habría girado el relato hacia el absurdo. Pero a mí en no me daba la real gana, porque lo que como titiritera de los personajes quería era que la pobre le partiera la cabeza al muy cabrón. Y lo hizo, vaya.
   Las palabrotas son necesarias. Y en los tiempos que corren, absolutamente necesarias. Hay demasiado floripondio y esperpento. Demasiado baile de salón para distraernos. Qué bien que lo hacemos nosotros, es el mensaje que sueltan tras un discurso medido y equilibrado, de podio y micrófono, en el que sus autores dicen... NADA. Un circo de papel inglés pintado, qué cuco, que intenta arrebatarnos el derecho de sentirnos como realmente nos están tratando: como imbéciles. Una postal bonita de revista de decoración sobre sitios en los que jamás viviremos. Y nosotros debemos tolerar y tragar.
   ¡Pues no! A la mierda con todo. Váyanse a tomar por culo. La gente común, con sangre en las venas, despotrica y suelta improperios, parte cabezas, escupe gotitas de saliva para defenderse de la afrenta.
   No me toquen más la polla con lo de las benditas palabrotas. Si ustedes quieren sonreír mientras les meten un nabo por sus partes íntimas (uy, de qué finuras soy capaz), saluden a la úlcera de mi parte. La palabrota es el látigo que expulsa al hipócrita del templo. La última defensa contra el atropello. Un arte sórdido de este siglo. Ya hay algunos visionarios que le rinden homenaje.
   Como la gente de Zulo Azul, y su "Lenguaje para Sórdidos"

   http://cronicasdelzuloazul.blogspot.com.es/2012/11/lenguaje-para-sordidos.html

  

Eslogan


-          Ya despedimos al responsable.

 Fue la respuesta a la inmediatez de la ira con que se lanzó la pregunta. En el extremo de esa mesa, fuera de si, un anciano trajeado agitaba brazos y peluquín.

-          ¿Un solo responsable? Explíquenme cómo pierdo a mi jefe de marketing, al asistente de recursos humanos, a las nalgas de la recepcionista –por favor, esas nalgas-, al responsable de las cuentas de Inglaterra y hasta al imbécil del mantenimiento, en un solo día ¡Cómo!

Ese silencio de pira funeraria, ese al que hay que carraspear para saber si es real, siguió a la diatriba del anciano. El de la primera intervención respetó la norma y carraspeó. Con la mano izquierda se palpó, encontrando todas sus partes en su sitio para hablar. Con la mano derecha por debajo de la mesa, repitió:

-          Despedimos a una persona hoy, al responsable de esta estampida…

-          ¡El de mantenimiento renunció! - siguió el anciano, ajeno a su ejecutivo -  Pero si a ese le debía dar yo una patada en el culo ¡Cómo se atreve!

 El interlocutor tomó aire y prosiguió, con su brazo derecho muy tenso.

-          … es el publicista. La última campaña de píldoras para dormir empapela los alrededores. No fuimos los únicos afectados.

El anciano tragó saliva, se le notó la nuez cubierta de pliegues, se detuvo a escuchar y respirar. El ejecutivo concluyó:

-          Al parecer, el eslogan de “Lucha por ese sueño perdido” fue nefasto.
 

2 de noviembre de 2012

La dieta de los niños, tercer premio del público

   Desde el Museo del Romanticismo me envían hoy un mail para comenzar bien el día: el microrrelato "La dieta de los niños" alcanzó el tercer premio otorgado por el público en el II Certamen de Microrrelatos de Terror. La votación se realizó a través de la página del museo en Facebook, y quedé por delante de un relato que, a mi parecer, daba más miedo que el mío. Cosas de la democracia.
   Una amiga me había dicho cuando le comenté que estaba finalista, y que el sistema de votación era público, lo clásico: "odio las cosas votadas por el público, siempre ganan los peores". De verdad, tener amigos para eso. De todas maneras creo que ella me votó.
   Yo simplemente festejé la semana pasada que estaba finalista. Ahora tengo que organizar una comilona en casa para los sesenta y seis colegas que votaron el relato por caridad... o convicción.

   Y terminar de una vez los micros que tengo en el horno, antes de romper aguas.

25 de octubre de 2012

La dieta de los niños, finalista

Como para no recomendar el Taller (muy) breve de ficción mínima: el excelente profesor que es Santiago Eximeno exprimió de este cerebrito chamuscado un relato breve en particular. Que con todo el morro esta servidora envió al Concurso de Microrrelatos de Terror organizado por el Museo del Romanticismo. En estos instantes se lleva a cabo la votación del público para elegir sus tres favoritos en https://www.facebook.com/#!/pages/Museo-del-Romanticismo/311260926718?fref=ts

Mientras que en el salón de la justicia un jurado selecto elige otros tres ganadores. Y lo tienen crudo porque una vez leídos todos no se puede sentir más terror.


Dicho esto, no sé a que esperan quienes desean pulir su estilo para hacer el taller de este señor.

15 de octubre de 2012

El regreso


Sara me limpia los mocos y me dice ya es hora de regresar. Me gusta cómo huele cuando le da el sol de la tarde. El parque se está quedando vacío, así que le doy la mano a Sara. Su mano es fuerte y firme, pero su voz es aún mejor. Me gustaría tener sus manos y su voz. Mientras caminamos me pregunta si lo he pasado bien. Hoy tampoco vinieron al parque ni Pablito ni Lucía, me quejo. Sara me dice que ya vendrán. Yo espero que no tengan muchos deberes en el cole; me alegro de no tener muchos deberes. Y de tener siempre conmigo el cerdo de goma que silba cuando lo aprieto. Cuando vengan les mostraré el cerdo y podremos jugar todos con él.
Le cuento todo esto a Sara y ella se limita a asentir. Siempre me da la razón de camino a la residencia de ancianos. Le pregunto si hemos venido a visitar a alguien y Sara sólo responde que ya es la hora del baño, que pronto pondrán la cena, don Maciel.

14 de octubre de 2012

El buen gusto

Tengo que reconocer que Marianela de los Santos-León Rodríguez tiene un gusto exquisito. Nada más subir las escaleras de mármol que me llevaron a la segunda planta de su casa de campo, me encontré con un aguatinta del siglo diecinueve, junto a unos lirios recién cortados del jardín dispuestos en un jarrón de cristal de Bohemia. El conjunto abría boca al resto de la planta: un recibidor inmenso con lámparas japonesas de bambú iluminando el camino y tapices traídos de Asia en las paredes, colgados al lado de la puerta de cada habitación.
Había ocho habitaciones.
Me divirtió el juego de encontrar a su marido esperándome en una de ellas.

Transartica

Hay que enfrentarse al propio talón de Aquiles cada cierto tiempo. A los talones, porque tenemos varios. Y superarlos o rendirse a la evidencia, pero sin ese enfrentamiento no lo superaremos jamás.
Mi deuda con el microrrelato nace de un complejo, irracional como todos los complejos, pero muy firme. Aún no lo he superado, no llego al microrrelato de cuatro palabras, tiempo al tiempo. Pero perderle la fobia ya me parece un gran paso.
El centro de rehabilitación en este caso fue el excelente taller de Transártica, coordinado por el insuperable Santiago Eximeno: Taller (muy) breve de ficción mínima, emotiva y grotesca. Ya propuse una continuación, vale cada céntimo pagado. Porque además es económico. Lo tiene todo.
Les dejo el enlace:
http://transartica.net/

Iré publicando la hornada de microrrelatos que yo (sí, yo!) pude cocinar con los buenos ingredientes que me facilitaron los buenos señores.

No se pierdan su segunda edición, en breve.

12 de octubre de 2012

12 de octubre

Medianoche del 11 de octubre. Mañana no trabajamos y no hay nada en la tele al parecer. Buscamos arriba y abajo hasta que nos encontramos con que en un canal de cine empieza la película "El Dorado". Y el primer descubrimiento es un jovencísimo Merovingio de la saga Matrix haciendo de capitán español amante de una mestiza. El que le sigue es un actor italiano. Creemos que los secundarios sí son españoles porque no necesitan doblaje.
En fin, que nos ponemos a verla, con un poco de resistencia por mi parte, que no tengo el ánimo para ver matanzas antes de dormir. Está bien ambientada, se nota que le pusieron mucho dinero, pero el sueño empieza a vencerme y me adelanto a la película con la bendición de Wikipedia.

Justo en la escena en que matan a Merovingio-Pedro de Ursúa, empiezo con la historia de Lope de Aguirre "El Loco", "El Peregrino" o "El Tirano" según venga de donde venga el dedo señalador
Lo primero que indica su biografía es que se rebeló contra la monarquía española. Y eso parece interesante para el siglo que vivió. Casi de estadista. Pero avanzando en los promenores nos encontramos con un historial tenebroso:

1536: llega a Perú junto con 250 hombres y destaca del resto por su característica violencia, crueldad y carácter sedicioso (la que habrá liado, cuando América ya era tierra de nadie)
1544: a pesar de su crueldad, apoya al nuevo Virrey que llega con órdenes reales de liberar a los nativos y terminar con las encomiendas de esclavos (¿no les huele raro?). Se desata una guerra civil entre los leales al virrey y los esclavistas. Pierde el Virrey y Lope de Aguirre huye a Nicaragua.
1560: el nuevo Virrey arma una expedición para intentar encontrar El Dorado. Se apuntan a la expedición todos los perdedores de la guerra civil, para alivio del virrey que así se los quita a todos de encima. Ya se encargará Aguirre de matar a los capitanes respectivos (primero Pedro de Ursúa y luego Fernando de Guzmán) y quedarse al mando. Atraviesa con sus hombres todo el continente a fuego y sangre, acabando con poblados indígenas al completo.
1561: pasado de marihuana o cualquier hierba que se le precie, se hace declarar "Príncipe de Perú, Tierra Firme y Chile" y le escribe una carta muy jocosa al rey de España explicándole en sus términos sus planes de liberación de la corona española. De paso, hace matar a su mujer mestiza para reforzar la confianza de sus hombres en él (las drogas son muy malas!)
1561 (sí, todo el mismo año): toma la Isla de Margarita matando a más de 50 pobladores y borrando del mapa las poblaciones indígenas cercanas. Se mete un chute y le escribe otra carta al rey español insultándolo. Mata a 72 de sus hombres porque no los considera útiles a su empresa. Se cruza al continente en donde lo rodean en Barquisimeto (hoy Venezuela). Mata a puñaladas a su propia hija. Y en el medio de la batalla, lo matan a él.
 
Luego de esta cronología sintética y escalofriante, el pie de página: Simón Bolívar lo nombra en una carta como "la primera revolución americana"(¿?). Ni fue revolución ni fue americana. Comprender el pastel a repartir, y las consecuencias de las luchas por el reparto, es más importante que esos ideales que hoy en día creemos que se deben levantar en esta fecha. La esclavitud indígena, el reparto de la tierra y sus recursos, la riqueza amasada por esos mismos que se "rebelaban" contra la corona española, son la verdadera clave de estas fechas. La que nadie nombra. Porque a día de hoy vemos levantarse en todo el continente nuevos "libertadores" y "revolucionarios" de oscuro historial.

Lope de Aguirre no se volvió contra el rey de España porque deseara liberar a sus esclavos indígenas (o perdonarles la vida). No tenía tan buenas intenciones. Se rebeló porque lo quiso todo para él. Punto. Y esa misma impronta dejó huellas en el resto de los mal llamados "revolucionarios". Ya sabemos que a río revuelto ganancia de pescadores. Ya nos venderán el nuevo espejito de color libertad. Y se reemplazarán a los antiguos esclavistas por otros.

El río lleva quinientos años revuelto.

Barbazul

No pude evitar la sospecha. Sin motivo aparente, quería mi amistad más que nada en este mundo. Se esforzó en agradarme. Casi lo consigue un par de veces, en el fondo de mi existe algo de compasión. Pero tantas visitas cuando caía enfermo, atenciones en fechas que ella creyó importante para mí, como el aniversario de la muerte de mis padres, y tanta dedicación generosa, terminaron por incomodarme como casi siempre me sucede. De la sospecha al hastío, el mismo camino: le rompí el cuello y me deshice de otro bonito cadáver.

9 de octubre de 2012

Los hombres que no amaban a las mujeres (ejercicio)


Era la humedad que garabateaba caprichos en la pintura de las paredes. Era la luz fluorescente de tres focos (uno de ellos cuya luz temblaba). Era el círculo de hombres en silencio, sentados en sillas plegables a punto de desvencijarse por el peso de algunos y el tic nervioso de las piernas de otros. Era el cartel de “Grupo Solidario: Bienvenidos”, que colgaba del techo en vertical, habiéndose soltado las chinchetas de uno de sus extremos, como un suicida. Era la conjunción planetaria que necesitaron para describirla.

“Era pelirroja”, dijo uno. “Bebía ginebra, como un marinero”, agregó el que nunca había hablado. “Tenía cuatro lunares haciendo una cruz, en su hombro izquierdo”, reveló el último. Y la luz temblorosa se apagó al fin.

Era Ella, no había lugar a dudas.

Era el descubrimiento pasmoso de que todos los presentes (altos y bajitos, morenos y rubios, ricos y pobres, flacos y gordos, pedantes y fracasados) habían amado a la misma mujer que los castró.
 
P.D: disculpen el arrebato de publicar un ejercicio. Estoy tratando de machacar al microrrelato en un taller y me pone eufórica ver que vuelvo a escribir... y en un género que siempre me causó fobia.

28 de julio de 2012

Todo (2006)

Todo lo que quiero es una casita pequeña y tibia, con techo de zinc a dos aguas donde escuchar la llovizna invernal murmurando, perdida en alguna llanura entrerriana, o tal vez en pleno Misiones. Con una galería cubierta de grandes ventanales desde la cual observar el amanecer, el suave despertar de una naturaleza inocente, en donde un fogón y una cocina de leña me calienten las manos ajadas y la pava de agua con la cual cebarme unos mates dulces. Y el sol entre sin detenerse, filtrándose entre la vegetación.

 Con un patio abierto al monte, un pozo de agua helada para lavarme la cara, un comedero para los cardenales de penachos colorados, gorriones moteados, cotorras verduzcas. Un algarrobo colorado de copa frondosa para tantos pájaros en medio del patio. Y una higuera con un panal de abejas trabajadoras. Algunas cabras saltarinas que regresen cada atardecer con sus crías. Unas gallinas que se mueran de viejas (porque no podría matar a un ser al que le pongo nombre) y me den, eso sí, los huevos suficientes como para la pastafrola de cada tarde. Ropa oliendo a leña, una guitarra alegre junto al farol de noche, un país parecido al que conocí y amé de niña, unas tazas de latón coloreado y con la pintura un poco descascarada.

 Un hombre que sepa cortar leña, cuidar una huerta, cantar chacareras, abrazarme respetuoso. Recio y silencioso, simple, fuerte, de ojos profundos. Que regrese también cada tarde a mi lado, pidiéndome unos mates mientras sienta en sus rodillas a alguno de nuestros hijos, y mira con agradecimiento a nuestro perro fiel de ojos iguales a los suyos, sentado a sus pies. Y un gato atigrado, observador, casi quemándose el bigote junto a las brasas del fogón, mientras desprecia el nerviosismo del perro mestizo que mueve el rabo con cada expresión mía. Una sopa caliente a la mesa recia de madera hecha por ese mismo hombre. Unas cortinas de algodón crudo moviéndose en la noche de luna creciente.

 Y un corazón en paz.

19 de junio de 2012

Matar a Camus

   Con la excusa de las navidades pasadas, pedí a los Reyes la reposición en mi biblioteca del famoso El extranjero, de Camus. Ya había olvidado los motivos de la primera impresión que me provocó dicho libro en mis épocas de adolescente y me daba vergüenza no poder argumentar con claridad la opinión generalizada de que estaba ante una obra maestra. Por lo que a mediados de enero, recuperé el título, en edición de bolsillo.
   Por suerte, en la contratapa hicieron un spoiled del final. Porque de otra manera no habría llegado hasta ahí... ¡Qué tiempo perdido! El entusiasmo con el que los intelectuales europeos de la posguerra acogieron al manuscrito espeso de la decepción, seguramente tiene muchos puntos en común con mi propio estado de sorpresa e inmadurez adolescente cuando yo misma lo leí hace dos décadas.
   Sinceramente, me pareció que el cabrón del personaje principal vivió demasiado. Yo lo hubiera colgado mucho antes. Es insoportable: un verdadero psicópata. Un maníaco depresivo que ni siquiera posee el humor ácido del personaje de El guardián entre el centeno (menos mal, me lo regalaron junto a la bazofia de Camus y fue oxígeno para mi cabeza). Te termina importando un huevo lo que le pase, con tal de que se calle de una vez. Es como el típico cuñado malhumorado que cuando abre la boca en una fiesta sólo es para quejarse de la comida, la música, el calor y el escote de tu madre.
   No hay un momento de poesía, ni una sola reflexión que no esté teñida de pesimismo, ni belleza, ni verdad. Amputa todo momento de paz. Los que podrían haber sido momentos de belleza, se pasan por el filtro mugriento de un supuesto escéptico charlatán. No hay manera de empatizar con el bicho mientras te larga a lo largo de las páginas todo ese rollo de que él es el único que comprende que la vida es una mierda. Debería haberse emborrachado e irse de juerga al menos, pero ni eso. Ni una sola escena de sexo explícito, por lo que me sospecho que aemás el tipo era impotente o algo peor.
   Una vez escuché, o leí, que los libros que uno aprecia son aquellos con los cuales te apetece irte de copas con su autor. Pues no me iría de copas con Camus" ni jarta 'e vino"
   Por fin, cuando terminé el libro, sin extrañarme de que su última palabra fuese "odio", lo abandoné en un cajón que no recuerdo y crucé el océano para darme un baño de honestidad brutal con Holden Caulfield.
   Creo que necesitamos, así como los historiadores, un revisionismo literario.

27 de marzo de 2012

Fiat Lux

Que sí, que queda muy bonito dicho en latín y eso. Y dicho en armenio antiguo debe ser la ostia antes del sermón. Pero que Dios no lo tuvo tan claro, también es verdad. Por mucho latín que hablara cuando hizo explotar esa masa minúscula y la lió parda con las diferencias de gravedades, pesos y fuerzas electromagnéticas. Más le habría valido estarse calladito. Y cuando además vio que las cosas más o menos encajaban al enfriarse (ya sabemos que en caliente no se veía nada claro entre tanta flatulencia cósmica), pues lo dejó así y se atribuyó el mérito.
Tanta introducción para lo siguiente: hace unas semanas me alcanzaron dos libros de mierda. No voy a mencionarlos, ni a sus autores, porque fue más la impresión que me causó de que fueran una basura y la hubieran publicado, que los nombres de sus autores. Por lo que los olvidé por completo. Pero me acordé de Dios y de tantas cosas que le salieron mal y de cómo buscan en Suiza darle la razón o creer que el chaval lo tenía todo calculado. Me acordé de todo esto cuando leía el esmerado prólogo con el que otro escritor nobel (un poco menos nobel, para prologar al colega) trataba de justificar la bazofia sque le seguía.
Pero tampoco seamos tan exquisitos: ambos libros eran... normalitos. Un comienzo, un desarrollo, un desenlace. Plagados de lugares comunes, repetitivos, pretensiosos por partes, ausentes de metáforas. Eran una lección de "cómo escribir mal", acelerada y condensada en doscientas páginas cada uno. Y tuve ganas de tirárselos por la cabeza a todos y cada uno de los profesores de todos y cada uno de los talleres literarios que hice en más de una década. Tanta excelencia para nada. Viene un pringado con una historia aburrida, le pone algo de filosofía barata, la desbarata y voilà: una editorial "independiente" (que van de serios, muchos, no todos) va y se lo publica. Y luego un alma caritativa me lo acerca.
Entonces llegué a una terrible conclusión: menearte a Cortázar o a Kundera todo el tiempo te distrae y frustra al querer contar tu propia historia. Hasta el final. Buscando la puta excelencia lo dejas todo por la mitad y empiezas a creer en serio que está todo escrito y que si esos mosntruos existieron tú no eres más que una broma. Y abandonas un centenar de cuentos bonitos, no geniales, en una caja de zapatos a la sombra. Te convences de que no eres capaz y te dedicas a leer reseñas de otros a los que compadeces de sus intentos desesperados. Hasta que llega un día que te alcanzan dos libros de mierda que habrías podido escribir con la polla.
Y entonces protagonizas otro Big Bang: el de mandar a tomar por culo a todos los eruditos, retomar esos cuentos bonicos sobre insectos asesinos o sombras que acunan, y darles un merecido final. No uno genial, ni uno profundo, ni tan siquiera lógico. Un final y punto. Las cosas se enfriarán a su debido momento y lo verás todo claro. Pero mientras tanto, hazlo y punto.
Están construyendo un colisionador para comprenderte en otro punto del tiempo-espacio.

17 de marzo de 2012

El desgarro


No tenían sitio para sentarse los cuatro juntos. Yo ocupaba un sitio de una fila de cuatro y la fila frente a mi tenía un asiento libre, así que la familia se distribuyó con eficiencia y precisión, desoyendo mi ofrecimiento del puesto.

 La mujer se sentó a mi lado, apoyando el bastón contra su barbilla, y el hombre se sentó enfrente, entre las dos chiquillas que guiaba con sus manos. Al terminar de sentarlas, le hizo un gesto a la mujer, con una sonrisa, al que ella asintió con el silencio de las parejas que se hablan sin hablar porque ya se lo han dicho todo. Lo vi por el reflejo del cristal, la mujer tenía arrugas profundas en los ojos y parecía aún mayor que el hombre, que tenía el cabello completamente blanco y ojos rasgados por el cristal de sus gafas. El identikit que me apuré a realizarles explicó lo de las niñas, tan pequeñas: una morena de unos nueve años y una asiática de edad incalculable pero de modales espontáneos. Habrá tenido unos cinco años.

La morena iba seria, de chándal azul y bolso verde con un pin en el que se dibujó una flor. La asiática no paraba de moverse en el asiento y agitar su diadema rosa y su falda vaquera. Pero el hombre se volteó hacia la morena y la señaló con el dedo:

-Que sea la última vez que te comportas así. Te portas fatal, no haces más que disgustarnos ¿Me oyes? Te quedarás en casa y no vendrás nunca más con nosotros ¿te queda claro?- seguía señalándola con un dedo índice muy largo y recto hasta casi tocarle la frente, la niña no lo miraba- Eres muy mala ¿Por qué no puedes ser como Laura?

La niña asiática entonces paró de moverse, tomando de la mano que le quedaba libre al hombre, que se giró hacia ella.

-Quiero petisui- dijo la niña y el hombre le sonrió, cambiando con una facilidad pasmosa el gesto duro al cálido.

- Cuando lleguemos a casa tendrás todo el petisui que quieras - miró a la mujer- ¿verdad que se lo merece?

Y los tres se sonrieron y juraron tomarse todo el petisui de la nevera.

Mientras, yo observaba a la niña morena, que escondía las manos regordetas entre las piernas y el bolso verde de pin de flor. Esquivó mi mirada y la fijó en el suelo. Se pasó una mano por el cabello, negro azabache, y se colocó un mechón detrás de la oreja. Era una niña  con un cuerpo de niño regordete y una pelusilla sobre el labio superior que vaticinaba una adolescencia incipiente. No era un encanto de catálogo, como la asiática, y creo que casi no respiraba. Se miraba las manos y aguantaba la respiración.

-Indira -dijo el hombre y la niña morena levantó la vista del suelo- quiero que me mires y atiendas -ordenó, obligando a esa mirada a reparar en el dedo índice que se desplegaba otra vez,  rígido como un puntero.

La niña se fijó en el dedo mientras el hombre mayor volvía a la carga. Era una niña mala, un desastre, un disgusto, un error. Se lo iban a contar a alguien, alguien que iba a venir a buscarla porque era un mal ejemplo para Laura (ya entonces sabía que se refería a la niña asiática, que seguía canturreando su pedido de petisui y golosinas y helados y diademas rosas). El hombre bajó el mentón y fijó unos ojos que no parpadeaban en la silenciosa niña de los dioses azules. La batalla estaba decidida en favor del dios de las cruces. El Monte del Calvario se alzaba. Las manos de la niña temblaban y se escondían en un bolso verde en el que crecía una sola flor, tan huérfana como ella. Retrocedió contra el respaldo del asiento y no se escuchó su voz, si es que la tuviera. Se quedó ahí, señalada, mientras los tres restantes regresaban a sus diálogos sordos con aroma a chicles.

Yo la observaba con la esperanza de que me mirase. Iba a dedicarle una sonrisa, creyendo que así aliviaría su carga. Pero no volvió a levantar la vista del suelo. Se encorvó en su asiento, con un temblor en las comisuras de los labios y se quedó mirando su chándal: era azul y estaba un poco desgastado, remendado en los sitios donde sus caderas empezaron por crecer. Con una mano oscura se alisó los pliegues que se hacían en las rodillas. Juntó sus pies muy pegados entre si y abrazó su bolso verde. Ignoró que la flor del pin tenía una sonrisa dibujada y allí se quedó, al margen del amor.
Hubiera querido seguir a esa familia hasta un final feliz, pero el tren llegó a mi estación antes. Hubiera querido tomarle de las manos a la niña de las Indias y darle calor, pero yo sentía frío. Y me bajé dándole la espalda a un trozo de terreno arrasado entre esas pestañas tupidas. Apuré el paso para que nadie fuera testigo de que me llovía por dentro.

25 de febrero de 2012

Fosa común

Él les respondió diciendo: «¿Quiénes son mi madre y mis hermanos?» Y mirando a los que estaban sentados alrededor de él, dijo:«Aquí están mi madre y mis hermanos» (Marcos 3:31)

Dónde está. Dónde. Tiene que estar, y si no está tiene que estar lejos, muy lejos para no escucharme. Porque voy preguntando, bajo el sol, a cada piedra, cada nube, cada hombre o animal si han visto a mi hijo. Dónde está, algo ha pasado y nadie me dice nada. Dicen que no moleste, que se habrá ido de fiesta, que andará borracho. Que no me ama.

Pero nada de eso me importa. Puede que no me ame, pero yo soy su madre y sé que algo grave ha pasado en ese tren. Y que él, mi muchacho, iba en esa tragedia. Recuerdo la hora en que lo despedí: quise acariciarle la cabeza para peinarlo con los dedos y se negó porque llegaba tarde. Como cada mañana, salió de casa casi dos horas antes, dando pasos largos con esas piernas de hindú que tiene, para alcanzar el tren recargado que lo lleva a la capital, muerto de calor con pantalón y camisa. Contaba los días para cobrar el sueldo y comprarle a la nena una bicicleta. Le dije que iba a ayudarlo, así podía ir a visitarla con algo más que su humildad, para que en la casa de mi nuera vieran por fin lo mucho que ama a esa chica y su beba. Es un buen padre, mi muchacho, nunca desaparecería así.

Nadie me cree y me empujan fuera de los hospitalesy las morgues. Vieja loca, me llaman, tu negrito se fugó al Paraguay con una india. Y yo no tengo un minuto que perder, ni para responderles. Hay otras madres que me rodean y me consuelan. Otros padres que me escuchan a pesar de su propio dolor. Grito al cielo que tengo la bicicleta ya en la puerta de casa, para conjurar su regreso.

Pero ya no regresará. No volverá a mis brazos. Lo encontraron por el olor, retorcido entre los hierros. No podré siquiera lavar su cuerpo para despedirlo. Cuando me mostraron su cuerpo no pude reconocerlo en esos pómulos hinchados y esas uñas en sangre. Era él porque llevaba la medalla de la virgencita que le regaló su abuela cuando tenía diez años. Si me hubieran dejado con él a solas, habría lavado su frente, puesto en su lugar los huesos de la cara para reconocerle los ojos negros y la sonrisa plácida, envuelto sus pies en medias limpias. Tal vez hubiera podido recuperar el color de su piel aceituna. Le habría pasado los dedos por el cabello. Y entonces lo habría abrazado para llorar nuestra despedida.

Pero no, los pobres tampoco podemos despedirnos.

13 de febrero de 2012

Tecnocracia

Mientras su abuela regulaba la temperatura en la puerta de entrada a la habitación, Néstor escribió en su pizarra la nueva palabra aprendida en el colegio. Estaba aún en la tarea cuando la abuela le colocó otro cojín en la espalda para enderezarlo y se sentó en el borde de la cama.
-Qué escribes -preguntó- Cuéntame.
-Tecnocracia- Néstor mostró lo escrito en su pizarra - hoy nos enseñaron los deberes que tenemos con el gobierno desde los diez años.
La abuela le dedicó una sonrisa.
- Eso me recuerda que tenemos algo muy importante que hacer hoy.
  Néstor se agitó y cambió de pantalla sin levantar la mirada. Pantalla tras pantalla, fue pasando palotes unidos por una línea, de tres en tres. Al final, ahí estaba. Quedaba sólo uno. Néstor lo cruzó con una línea en el cristal y lo convirtió en una cruz, un símbolo que dieron en historia una vez. Cuando terminó levantó la vista y miró por la ventana al cielo de la noche.- ¿Es muy largo el viaje de regreso? -preguntó
- Jamás será tan largo como los años trabajados para pagar la deuda -volvió a explicarle su abuela.
Era verdad. Diez años en las minas de silicio, con el cepo programado para soltar a los trabajadores una vez pagado el Estado. Se lo habían contado mejor en el colegio, pero no quería alterar a su abuela. La garantía de techo, agua y comida excluía todo lo demás, y si se deseaba más de lo mínimo sólo existía el trabajo forzado para pagar la deuda.
Se quedó mirando al cielo, con los ojos entornados para jugar a adivinar una luz de la nave que traía a su familia de regreso. Quería gustarles, ser el más listo y el más divertido.
- Buenas noches, Néstor - se despidió la abuela, acariciándole la cabeza en un gesto eterno.
- ¿Me cuentas la historia de cuando se veían las estrellas? ¿De cuando eras niña y aún se veía la luna? -Néstor tenía los ojos brillantes.
-Es muy tarde y mañana es tu cumpleaños, hijito. Ahora duérmete. Debemos madrugar para estar primeros en la plataforma de llegada.
Un chasquido en su nuca como cada cada noche y el pellizco sedante empezó a adormecerle las extremidades. Dejándose arrastrar por la corriente que dormía su sangre, escuchó a su abuela mientras entornaba la puerta de su habitación.
-Has valido cada año trabajado.

9 de febrero de 2012

No te alejes tanto de mí

Cuando los héroes de tu adolescencia empiezan a morir, ocupando portadas, llega el momento de comenzar tu balance.
Te estás haciendo mayor y no, no son las resacas que se soportan menos, no es el hastío ni la falta de sol. Es el último tramo cuesta arriba antes de la pendiente.
Cuando el último titán desaparezca, reemplazado por un imberbe desconocido, y la patria de tu infancia parezca un sueño imposible de haber ocurrido alguna vez, calcularás de nuevo y dirás "es imposible, si estuve en su concierto... hace veinte años atrás!"
Hay un mundo que morirá contigo. Y comienza a dar señales de su agonía, cuando regresas sobre tus pasos y nada (nada) de lo que dejaste a buen recaudo está esperándote (nada). No están esos vecinos que avisaban a tu madre cuando te cortabas un pie por ir descalza. No están los carcerberos que te escuchaban llegar cuando el autobús que te traía de regreso del colegio aún no había doblado la esquina de tu calle. No están las noches cálidas para soñar con el río crecido. No están las calles a salvo del asfalto. No están los amigos dispuestos a escaparse.
Tarde o temprano ni siquiera estará el recuerdo de tus pasiones. Únicas e incrédulas de su naturaleza efímera.
Todo será arrastrado por el tiempo. Todos seremos abrazados por esa boa constrictor que nos romperá los huesos y nos quitará el aire.
Cuando caigas en la cuenta de esto, elige el canto de uno de los héroes desaparecidos y revívelo. Llámalo para que sea su mano amorosa la que te porte, con alegría, al encuentro de ese país que, entonces sí, te estará esperando:

No te alejes tanto de mí (Luis Alberto Spinetta. 1959-2012)

Algo está pasando hoy,


es que te quiero tanto amor

ya nada está cerrado

luces como el mundo

Me estaba preguntando,

me estaba preguntando,

estaba simplemente así

Y ellos se estaban oxidando,

y yo estaba por creer,

en vos

No te alejes tanto

no te alejes tanto

de mí

Me estaba preguntando,

y estaba alimentando,

y estaba alucinando bien,

y es que estaba satinado,

y estaba por pensar,

en vos

Estaba yo pensando,

que era balanceado,

y estabas acercándote

( nena vos acercándote )

pero no,

vos venías por alta,

yo estaba satinado,

me estabas recorriendo al fin

nena al fin

No te alejes tanto

de mí.

Réplica

Era el hijo perdido e irrecuperable. Era un despertar helado, un destino de anciano triste. Y ya no tenía un Dios que se conmueva ante su herida. El mundo le llegaba como esa fiesta que se escucha desde el retrete apestoso en el que se encierra uno para vomitar. Y lo único que quería escuchar era la esperanza, la promesa de que su niño le sería devuelto.
No un Dios, sino otro hombre como él, se apiadó y le susurró un mantra, aquella tarde frente al portal. Sólo los hombres podemos apiadarnos de los hombres. Repítelo y tu hijo te será devuelto. Es imposible  reclamarle un niño a la muerte. Protestó por la ofrenda. Confía, dijo el extraño mientras se alejaba. Y él, suspendido con las llaves en la mano derecha, sintió el viento de enero colándose entre el cuello del abrigo, sin opciones. Y subió jadeando hasta la última habitación en donde tantas otras tardes se encontraba con un punto y aparte de su vida anterior.
Comenzó entonces con la primera palabra. Y se sintió ridículo. Fijó la vista en un hoyo microscópico, un ombligo diminuto en la pared. Podía ser su imaginación, y tiró de la segunda palabra. Para la tercera soltó una risa nerviosa. Qué dirían los vecinos, por fin se ha vuelto loco y habla solo en un idioma inventado. Ni siquiera sabía lo que significaba. Pensó en el hijo y en la convicción con la que éste hablaba en una lengua inventada cuando era un bebé. Él sabía lo que decía, y hablaba y reía mostrando los primeros dientes. Entonces terminó el mantra pero ya estaba empezando otra vez. Siguió otra réplica, sonriendo con todos sus dientes al niño crédulo. Creyó en el hijo y lo reclamó.
El bucle siguió su ritmo. Del hoyo creció una espiral de sílabas, el paladar chasqueaba en cada repetición. No se encendió una sola luz en todo el piso. Y él era el hijo que creía en sus palabras, el que reía histérico, o bostezaba sin dejar de hablarle al mundo, el que era padre aún. Y era padre de todos los hijos de este mundo que se inventaban un idioma. Era el hijo de todos los hijos que lloran una pérdida. Era el hijo que aún era amado. Era aún el amor, siempre presente. Era el que amaba a ese niño, y a todos, y siempre lo había hecho. La ilusión no era el amor por un ser, la ilusión era el amor por un único ser. El niño no se había marchado. Caminaba junto a él, en él.
Repetición tras repetición. Hasta que sonó el teléfono. Se le habían dormido las piernas pero pudo ponerse en pie. Al responder, la voz de un niño dijo su nombre
¿Eres tú?

7 de febrero de 2012

Ebook sí, ebook no...

Como una chispa en un reguero de pólvora, está llegando a todos el corto animado candidato al Oscar, "The Fantastic Flying Books of Mr. Morris Lessmore". Exquisito, impecable y emocionante. Llega en el momento en el que muchos (me incluyo) estamos meditando el salto al Ebook por cuestiones de peso, volumen aceptable en nuestras viviendas, precios, etc. Aunque lo de los precios merece un capítulo aparte, dado que aún no son tan baratos como prometía su tecnología.

El corto me obligó a retroceder sobre mis pasos. Ya no lo tengo tan claro. Es irremediable, lo sé, pero tengo mis dudas.

Una noche de copas, mi amigo Fernando y yo nos preguntábamos qué sería de tantos marcapáginas existentes en este mundo. En ese momento tenía uno traído de Turquía, una tela bordada con palabras del Corán. Qué regalarían los niños en los días de la madre o el padre ¿Una funda para el aparatito, tal vez?

También nos preguntamos sobre esa costumbre pudorosa de envolver los libros en papel de periódico cuando no queremos que nadie sepa lo que estamos leyendo. Por vergüenza la mayoría de las veces, si estamos leyendo una novela rosa, un best seller, un libro de autoayuda o Mein Kampf (los libros sobre sexo se leen directamente en casa, solos o acompañados). O sobre la costumbre de la gente moderna de combinar unas gafas de pasta con El Extranjero o La Extinción (las chicas combinan colores estridentesy anillos artesanales con El varón Domado).

Un libro nos identifica.

Un tema preocupante es que no sólo son libros, también pululan los libros multimedia: escuchar música, jugar al solitario, navegar por internet... y poco a poco agregarán recibir llamadas y hasta un calendario menstrual. Lo de apartarte a un rincón secreto para tumbarte a leer ya no será posible. Y mientras intentas seguir el ataúd de la madre de los gemelos en El Dios de las Pequeñas Cosas, te estarán interrumpiendo con las actualizaciones del facebook. Basta: un libro merece respeto.

Un libro nos concentra.

Y sé que es una mala costumbre y que me han dicho muchas veces que eso no se hace niña mala, pero yo suelo prestar con soltura los libros que amo. He perdido varias veces el mismo ejemplar con esta práctica. Me la juego a doble o nada que si encuentro a alguien en medio de la nada a quien le vendría muy bien leer, por ejemplo, Los Lanzallamas, le dejo ahí mismito el ebook, su cargador y su gamuza para limpiar la pantalla. Y sabemos que cuando dejas un ebook estás dejando quichicientos ejemplares en una tarjeta de memoria. Pasaré a perder no sólo lo que presto, sino también lo que va con él. Por lo tanto deberé evitar ese impulso y el placer de descubrirle a los amigos un autor. Cosa que me anuda la garganta, para ser sincera.

Porque un libro se comparte.

Motivos de peso se contrarrestan con argumentos en contra. Vale que se talan menos árboles para la fabricación de papel, pero se esclavizan más africanos en esas minas infrahumanas de las que extraen el mineral de los chips. Vale que son más livianos, pero si te quedas sin batería lejos de la civilización no tienes ni un libro ni tres mil (¿dónde quedará eso de llevarse un libro a una isla desierta?). Vale que entra la mismísima biblioteca de Alejandría en su memoria. Pero si apenas te lees un par de libros por año (la media de España), suponiendo que vivas hasta los ochenta y comiences desde los ocho, sólo leerás en tu vida ciento cuarenta y cuatro libros.

Además, mejor un buen libro de vez en cuando que tres mil que nunca lees.

Con todo, esta pataleta ya huele a melancolía. Es irremediable, Mr Smith.

4 de febrero de 2012

Lo que puede pasarte con un libro de poesía

Que resulta que abres la primera página y voilà, un matra. Que te desactiva al oído y tú tan campante te metes en el último tren del metro al filo del último tramo de la medianoche. Y están todos ahí, los vagones no se vacían para ti y te apretan contra la humanidad. Viajas y cuentas las sílabas. Hu. ma. Ni.Dad.Mientras una chica de trenzas se despide en la mirada de un calvo al que le cierran las puertas tras el silbato. Y está la limpiadora de oficinas, el cocinero, las muchas parejas de enamorados y las de cachondos buscando esquina. Y piensas que es mejor ser una muñeca que lia porros porque no es necesario pensar. Falta el aire y te bajas sin contar las estaciones que faltan, pero sólo lo descubres cuando al final de las escaleras la noche de febrero tensa la película de la piel de tu rostro. No importa, caminas igual, estamos en Madrid coño.
Madrid de noche. No una noche cualquiera: una noche de febrero en la que llevas un libro de poesia en tu abrigo y te aferras a él como a la esperanza, mientras el viento amenaza con quitarte el sombrero. Pero sigues sintiendo que estás a salvo, tras los contenedores y las cajas de cartón apiladas. A las puertas del bar Kalcos se reúnen los pingüinos de las últimas copas y los cigarros. Llegas al parque en el que el agua de los aspersores sigue congelada con su arco iris y ya no sientes frío. Te sientas en un banco esperando el bautismo del rocío. "Mi voz está vacía / quieta casi frontera / es tuya si la quieres / tuya si la quisieras..."

Ya no sientes frío.

30 de enero de 2012

La lengua de las máquinas

Como en las películas antiguas, quiso tropezar contra el filo de algún mueble, en vano. Los habitáculos organizados tras la última Reforma para la Habitabilidad del Entorno Productivo carecían de muebles de patas o cualquier otra forma de elevación. Se rascó la cabeza sin darse cuenta y activó con ello la esfera que se asomó por una trampilla de la pared y se acercó hasta sus pies a recoger los cabellos invisibles que habían terminado de caer en la moqueta. Acto seguido ésta se elevó hasta su frente y lo roció, con mala puntería, muy cerca del ojo derecho.


Ardía, pero él no se inmutó. Dejó que se le llenaran los ojos de lágrimas y cuando éstas dibujaron una raíz desde su lagrimal, la esfera anunció “colirio”, pero él esquivó el nuevo rocío y retrocedió. No tenía con qué tropezar, pero se enredó con sus propias piernas y cayó de espaldas. No llegó a tocar el suelo, el puff se interpuso y lo dejó en una posición cómoda para observar la pantalla que se descargaba del techo. En el habitáculo resonó la programación correspondiente a su estado de ánimo. “Ansiedad”. Seguidamente, en las imágenes pudo ver a Viena en otoño, una investigación sobre el antiguo rito de pescar lo que se comía, las ventajas del color blanco en todos los habitáculos. Resopló y habló a la luz: “Aria”, dijo, y la habitación quedó en silencio. Ninguna imagen reapareció, sólo se escuchó la sentencia “No hay mensajes nuevos”

Se puso en pie y fue directamente a la pared más cercana, dándole un puntapié con toda la fuerza de sus veinticuatro huesos, sintiendo cómo éstos torcían su proporción áurea. Escuchó que la voz en la luz volvía a pronunciar su receta. “Ibuprofeno, seiscientos miligramos”. Medio cojo y con los ojos cansados, habló ante la puerta “Permiso para salir”. Hubo otro silencio, y la voz replicó “Estado emocional inestable. Clima externo húmedo. Temperatura tres grados. Hora cinco a eme. Posibilidad de baja laboral alta”. Suspiró, a sabiendas de lo que vino a continuación. “Permiso denegado”

Cuando retiraron su cuerpo hinchado, veinte días después, rescatándolo de entre los pocos muebles que tenía el habitáculo, completamente destrozados, y las esferas con sus mecanismos abiertos, la cruz roja aún titilaba en el holograma y la voz repetía “Permiso denegado”

27 de enero de 2012

Trampaleja (o 'el compromiso')

(juego de palabras necesarias para comprometerse con la vocación de escribir: RATO, hay que dedicarle su momento; RETO, tiene que ser un desafío y no aburrirte; RITO, tiene que ser constante como lavarse los dientes; ROTO, hay que corregir y volver a empezar cuantas veces sea necesario; RUTA, hay que hacer camino y experiencia)

Rato. Reto. Rito. Roto. Ruta.
Rato. Reto. Rito. Roto. Ruta.
Rato Reto Rito Roto ¡Mierda!
¡Hay que poner una lavadora!
Rato reto Las plantas necesitan
agua Rito Roto
¿Vive aquí el presidente
de la comunidad?
Ruta
Rato Reto Tengo que sacar
la basura
Rato Reto Rito ¡Las gotas
del gato! Roto Ruta
Hoy hago horas extras
Rato Reto Reunión y yo
con estos pelos no puedo
Roto
¿Cerré el gas antes de salir?
Ruta Rato A ver si vacío
el lavavajillas
Rato "amor, compra leche y pan"
Ruta Otra vez llegando tarde
Rato "¿Qué hay de cenar?"
Reto Mi ponencia es mañana
y no preparé nada
Rito Sigo sin escribir aquí
Roto correr una hora
y comer mucha fibra
Ruta

con todo, tengo un par de cuentitos
de los que me maravillo o avergüenzo
según la estación...

23 de enero de 2012

Literatura Prospectiva (nos fuimos de visita)

A los compis de Literatura Prospectiva les estaba en deuda de algo corto (un relato, obvio). Y ahí fuimos, de visita, con una bandeja de pastas para el té y un relato furibundo sobre lo que nos cuentan nuestros genes. Comentad, malditos:

http://www.literaturaprospectiva.com/?p=9132

21 de enero de 2012

La emboscada

El quinto pelotón no volvió. De la cuarta brigada no se supo nada al atardecer. Cuando el noveno regimiento no fue más que estática en la radio, al general Gutiérrez le tembló la muñeca derecha al recibir una nota al telegrafista. Leyó en voz baja.


“Vaya usted mismo stop tiene hasta el amanecer”

El intercambio de miradas apuró al muchacho, que giró sobre sus talones una vez hecho el saludo de rigor. El general Gutiérrez, de pie ante la puerta de su tienda, observó la colina en el horizonte. La artillería seguía quemando el cielo, pero en la colina nada se movía. El fuego no llegaba hasta ese montículo de tierra.

Es sólo tierra, pensó el general. Sólo un montón de tierra, puñados de tierra unos encima de otros. Alguna piedra. Tiene hasta el amanecer.

El general Gutiérrez le puso los signos de exclamación que faltaban. Tan seguro estaba de que esas órdenes habían sido gritadas, casi escupidas, en el arrebato.

Para asegurarse de que todo terminaría rápido, con victoria o derrota, el general Gutiérrez se puso al frente del ejército. Sin tanques ni blindados, inútiles en el estrecho paso del cual no regresaron los mejores hombres, se dispuso un ataque incesante, hombre a hombre. La artillería enmudeció, y sus operarios se cuadraron en las filas para aumentar las posibilidades.

Por fin marcharon, avanzando entre restos de metralla y tierra quemada. La colina se elevaba en el cielo de aquella noche como una madre ofendida. El general Gutiérrez, al frente de sus capitanes, respiró hondo y entró en el desfiladero con el fusil apuntando a la raja que avistaba a la salida del mismo.

Pensaban que terminaría rápido, pero no tanto. El general cayó ni bien lo deslumbró la luna. Y el caos se desató, puesto que los capitanes vieron cómo se lo tragaba la tierra y dieron el paso al frente para evitar lo. Quienes venían detrás de los capitanes los vieron desaparecer, y el terror los movió hacia adelante. Una fila tras otra, avanzando y desapareciendo, el ejército entero se deslizó por los toboganes que los rebeldes ciudadanos se habían negado a entregar a la fundición estatal, y que habían dispuesto a la salida del desfiladero. Una fila tras otra, fueron entregándose a la pendiente, entre gritos, algunos cogidos de la mano por un capitán, otros abrazándose con sus mejores amigos del campo de batalla. Vieron en sus caras las caras de los abuelos, los tíos, los padres de antaño. Respiraron. Al final de la pendiente, entre pelotas de color, encontraron a los perdidos y siguieron en frenesí, trepando por el resto de toboganes dispuestos en el parque, olvidando por qué estaban ahí.

20 de enero de 2012

Homínido

   Oank no tenía nombre aun cuando ocurrió el miedo. La tormenta se desanudó tal como el grupo lo olfateó en el viento, pero llovían rayos. En los puntos de la sabana que los ojos alcanzaron empezaba el fuego. Retumbó una luz muy cerca del árbol donde se cobijaban. Y los depredadores de cada noche ignoraron la presencia de sus carnes cuando pasaron al ras, dando saltos entre la maleza, huyendo con los pescuezos erizados. La estampida comenzó.


   Oank, dando un salto elástico, sin soltar el hacha de piedra con la que vigilaba cada noche, dejó atrás primero a los enfermos, luego a los ancianos, a las hembras que cargaban niños de teta, a los propios niños. Por último, dejó atrás a los machos que como él corrían armados de hachas. El fuego les pisaba los talones pero la cumbre de piedra estaba cerca, su oscuridad era inaccesible para las lluvias, lo sería también para el fuego.

   Oank llegó hasta las primeras piedras, se aferró a ellas con la misma ferocidad en pies y manos y subió la pendiente licuando sus músculos hasta alcanzar la cueva. Dentro de ella, lo aturdió su propia respiración. Era un fuelle roto, una bestia que exhalaba y hacía eco. Cayó junto a una mancha de humedad y esperó. La luz del fuego empezaba a iluminar cada filo, cada arista del refugio. Los rayos habían callado.

   Los dioses entonces soltaron la lluvia y Oank, soltando su hacha, emitió un sonido. Un sonido que al fin le devolvía la cueva como suyo. Pero no fue suficiente: Oank se puso en pie. Gritó a la entrada de la cueva, la luz se iba apagando con el incendio y sólo entraba hasta él la humedad que salpicaba la piedra. El eco otra vez. Oank, tiritando, salió de la cueva y se quedó a la intemperie gimiendo. Ya no estaba a salvo. Se había quedado solo por primera vez en su vida.

18 de enero de 2012

Mercacomplot

Tengo ofertas de sushi. Fotodepilación. Blanqueamiento dental láser. Abducción de caderas. Abogados exprés. Un calendario de fontaneros. El catálogo de IKEA. Muchos restaurantes chinos. Falafel vegetariano. Los precios del Carrefour. Una escapada a Soria. Y un crucero por Marruecos.
Ni una palabra suya.

17 de enero de 2012

Por qué... por qué...

Empecé a escribir para escapar de la cárcel. O de un aciago destino. Mi padre era un estafador de poca monta al que siempre le salían mal las cosas. De él aprendí a mentir muy bien. Pero decidí utilizar ese talento en otra cosa que no fuera sacarle dinero a la gente ilusa. Porque cuando uno tiene seis años de edad tampoco puede sacar gran cosa que no sea una buena nota en un examen de dictado. Desde entonces, me fui perfeccionando en el arte de contar historias. Volviendo a los exámenes, nunca estudiaba: relataba muy bien cualquier paranoia que imaginaba para responder a un profesor, y salía con las mejores notas. Desde entonces no he parado.

14 de enero de 2012

Yo te maldigo

Su vida acabó a los ventiocho años. Lo supo. Tuvo la desgracia de seguir respirando hasta los sesenta y ocho, completamente lúcido.

12 de enero de 2012

La Condicional

Una vez fuera, dejo pasar el autobús que me lleva al centro. El guardia de la caseta de entrada me mira pero no apunta el detalle. Quiero aprovechar y caminar en línea recta, o haciendo un zig-zag, para borrar de mis piernas la caminata en círculo de todos los días. Por fin aire fresco. Es la hora de la tarde en la que el mundo parece el fondo de una pecera y yo creo que en una vida pasada he sido un pez. Empecé a creer en vidas pasadas porque acaricio la idea de una vida futura. De muchas vidas, otras. Hasta tener una en la que seré feliz. Me recreo en los detalles de esa vida, en otro tiempo, mientras me acerco a las luces navideñas que me indican que llevo horas caminando y llego a la zona comercial que, como yo, hoy no dormirá. Porque hay un VIP's con una oferta de tortitas de nata, el camarero reconoce que la oferta sigue vigente cuando le doy el vale promocional. Ramírez me lo alcanzó porque en su última salida se lo dieron y él es celíaco. Esa es su mayor condena, asegura.
La larga caminata me hormiguea en las pantorrillas mientras me quito el hambre con ocho tortitas. También me dejan sirope de caramelo y mermelada de frambuesa. Pero para mí esas son mariconadas modernas, las tortitas se toman con nata desde su invención. Estoy tan seguro de eso como de que ayer, en el baño del ala derecha, un par de sindicalistas dejaron a Benítez en estado de exaltación.
Para bajar tanta harina y lácteo, elijo un parque sin vallas. Recorro sus senderos evitando a los mendigos, las parejas en la pubertad de sus hormonas, los vendedores de hachís. Es increíble lo poblado que puede estar un parque a medianoche cuando uno necesita hacer sitio en sus intestinos. Lo había olvidado. Pero una vez resuelto el problema encuentro ese monumento donde un par de africanos que no venden nada, ni me miran, cantan una canción tocando un tambor. Parece una canción de cuna.
Me despierto dolorido y helado. Por la lumbre del cielo es hora de volver, si quiero ir caminando. A mitad de camino me arrepiento, el sol está alto y calculo que llegaré tarde otra vez. Así que espero ese autobús y cuando subo me encuentro a Benítez. Sabe que lo se, pero no comentamos nada. Está más tranquilo y creo que lo mejor es no meterle el dedo en la llaga. Bromea con la rutina que nos espera al regresar. Trato de seguirle la corriente, y en el esfuerzo me doy cuenta de que estoy a punto de llorar. No quiero regresar, no quiero volver a entrar en esas paredes, ni saludar a nadie para evitar rencores, ni mantener la calma ¡No quiero!
Benítez me da una palmada en el hombro, interrumpiendo mi aflicción. Suspira y suspiro. En verdad, él se lleva la peor parte, yo no tengo de qué quejarme.
Lo recuerdo cuando vuelvo a sentir ese dolor en el pecho al saludar al guarda de la caseta, otro guarda. Y una vez dentro me despido de Benítez por los pasillos, entro en el departamento, y enciendo mi ordenador suspirando por la hora de salida.

11 de enero de 2012

Como locos

Estamos como locos, ¿saben? Como locos por salir en rebaño atolondrado a comprar otro sueter en rebajas. Como locos de ponernos tetas en el culo y el culo en las tetas. De desafiar al ácido láctico en vuestros gimnasios para lucir palmito en Tailandia en agosto. Como locos de entrar a Tiffanys a desayunarnos un diamante. Como locos de internar a nuestras mascotas en un spa y de bañarlos en chocolate. Como locos por comprarnos un piso sin calefacción a ochenta kilos. Y otro en primera línea de playa. Y otro en la sierra. Como locos de que el banco vuelva a lamer el suelo por donde andamos cuando vamos a pedirle más besos. Como locos de quemar el caño de escape de un nuevo coche mientras reciclamos debidamente nuestros envases. Como locos de consumirnos como locos y así volver a salvarles el culo.
Sólo hace falta que nos suban el sueldo a todos.