21 de enero de 2012

La emboscada

El quinto pelotón no volvió. De la cuarta brigada no se supo nada al atardecer. Cuando el noveno regimiento no fue más que estática en la radio, al general Gutiérrez le tembló la muñeca derecha al recibir una nota al telegrafista. Leyó en voz baja.


“Vaya usted mismo stop tiene hasta el amanecer”

El intercambio de miradas apuró al muchacho, que giró sobre sus talones una vez hecho el saludo de rigor. El general Gutiérrez, de pie ante la puerta de su tienda, observó la colina en el horizonte. La artillería seguía quemando el cielo, pero en la colina nada se movía. El fuego no llegaba hasta ese montículo de tierra.

Es sólo tierra, pensó el general. Sólo un montón de tierra, puñados de tierra unos encima de otros. Alguna piedra. Tiene hasta el amanecer.

El general Gutiérrez le puso los signos de exclamación que faltaban. Tan seguro estaba de que esas órdenes habían sido gritadas, casi escupidas, en el arrebato.

Para asegurarse de que todo terminaría rápido, con victoria o derrota, el general Gutiérrez se puso al frente del ejército. Sin tanques ni blindados, inútiles en el estrecho paso del cual no regresaron los mejores hombres, se dispuso un ataque incesante, hombre a hombre. La artillería enmudeció, y sus operarios se cuadraron en las filas para aumentar las posibilidades.

Por fin marcharon, avanzando entre restos de metralla y tierra quemada. La colina se elevaba en el cielo de aquella noche como una madre ofendida. El general Gutiérrez, al frente de sus capitanes, respiró hondo y entró en el desfiladero con el fusil apuntando a la raja que avistaba a la salida del mismo.

Pensaban que terminaría rápido, pero no tanto. El general cayó ni bien lo deslumbró la luna. Y el caos se desató, puesto que los capitanes vieron cómo se lo tragaba la tierra y dieron el paso al frente para evitar lo. Quienes venían detrás de los capitanes los vieron desaparecer, y el terror los movió hacia adelante. Una fila tras otra, avanzando y desapareciendo, el ejército entero se deslizó por los toboganes que los rebeldes ciudadanos se habían negado a entregar a la fundición estatal, y que habían dispuesto a la salida del desfiladero. Una fila tras otra, fueron entregándose a la pendiente, entre gritos, algunos cogidos de la mano por un capitán, otros abrazándose con sus mejores amigos del campo de batalla. Vieron en sus caras las caras de los abuelos, los tíos, los padres de antaño. Respiraron. Al final de la pendiente, entre pelotas de color, encontraron a los perdidos y siguieron en frenesí, trepando por el resto de toboganes dispuestos en el parque, olvidando por qué estaban ahí.

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