18 de noviembre de 2012

Casandra sabe morir


No hubiera muerto en otro tiempo, en otra época. Tal vez ni siquiera estaría fría y pudriéndose si no hubiera sido ella. Tan elegante, tan distinta a esa pequeña masa de carne blanda y tibia que llegó al mundo como cualquier ordinario mortal unas pocas décadas atrás. Era joven aun cuando se sorprendió a si misma muriendo. Y dio esa lección que no pudo dar al nacer, decidida a marcar la diferencia, a destacar por encima de esa multitud de diferentes ansiosos de reconocimiento. Siempre  tuvo clase, también orgullo. Fina y altiva, se supo diferente a la tierna edad en que se supo bella. De la misma manera en que se supo moribunda, al ver su escote iridiscente en el espejo, cruzado por un hilo de sangre.

Unos minutos antes, tras el golpe en la cabeza, guardó las formas y bromeó con soltura. Pudo elevarse por encima de la escena y ver la posición ridícula que había adoptado su cuerpo esbelto tras la caída, marcando una cruz de brazos y piernas en la nieve. Se levantó sabiéndose observada y sacudió la cabeza sin demostrar el esfuerzo que aquello le costó. Dolía. Lo sintió como no sintió antes ninguna otra cosa. Pero enderezó espalda, alineó caderas y hombros  y dio sus primeros pasos entre los curiosos. La fotografiaban, alguien murmuró algo y ella lo sintió como un aguijón doloroso. Dijo algo apropiado para encajar una sonrisa y rechazar con un gesto femenino de los suyos al médico que llegaba a auxiliarla y venerarla.

Por eso, de haber sido otra época, de haber sido por ejemplo una damisela en apuros, habría aceptado gustosa la ayuda. Si hubiera sido una matrona clásica habría sabido que la necesitaba. Tal vez, incluso, de haber sido la clase de persona común y corriente de las que se permiten errores, estaría viva. Pero el error por el que resbaló le resultó imposible de llevar y decidió, ella, la diferente, pagarlo con estoicismo de dioses.

Se retiró a su habitación con el oído que empezaba a sangrar, pero la cabeza en alto. Pidió hielo al servicio de habitaciones, despidió al asistente y ordenó que no le pasaran llamadas. Se metió en la cama. Cinco horas más tarde moría en las alturas de un helicóptero de urgencias, con un derrame cerebral irreversible que se la llevaba, elegante, intachable, al encuentro con su única debilidad.

5 de noviembre de 2012

La Pala(bra)brota

   Hace ya un par de años presenté a concurso un relato que fue debidamente abandonado en un cajón. Era una historia tensa en la que al final se descubría a un estafador y a una engañada. Por supuesto, la engañada no reaccionaba nada bien y soltaba toda clase de improperios. Para hacerlo realista me tuve que inspirar en esos momentos del clásico "borracho pesado", cuando el borracho en cuestión se caga en su misma madre (sí, he conjugado el verbo "cagar"... existe, mojigatas)
   Uno de los comentarios descalificadores del relato, y el que más ridículo encontré, fue que era innecesario el "exabrupto" al final. Habrán esperado que la víctima prepare un té, invite a su estafador a unas pastas y luego le arrojara un guante a la cara en señal de ofensa y desafío ¿No? Lo mismo habría girado el relato hacia el absurdo. Pero a mí en no me daba la real gana, porque lo que como titiritera de los personajes quería era que la pobre le partiera la cabeza al muy cabrón. Y lo hizo, vaya.
   Las palabrotas son necesarias. Y en los tiempos que corren, absolutamente necesarias. Hay demasiado floripondio y esperpento. Demasiado baile de salón para distraernos. Qué bien que lo hacemos nosotros, es el mensaje que sueltan tras un discurso medido y equilibrado, de podio y micrófono, en el que sus autores dicen... NADA. Un circo de papel inglés pintado, qué cuco, que intenta arrebatarnos el derecho de sentirnos como realmente nos están tratando: como imbéciles. Una postal bonita de revista de decoración sobre sitios en los que jamás viviremos. Y nosotros debemos tolerar y tragar.
   ¡Pues no! A la mierda con todo. Váyanse a tomar por culo. La gente común, con sangre en las venas, despotrica y suelta improperios, parte cabezas, escupe gotitas de saliva para defenderse de la afrenta.
   No me toquen más la polla con lo de las benditas palabrotas. Si ustedes quieren sonreír mientras les meten un nabo por sus partes íntimas (uy, de qué finuras soy capaz), saluden a la úlcera de mi parte. La palabrota es el látigo que expulsa al hipócrita del templo. La última defensa contra el atropello. Un arte sórdido de este siglo. Ya hay algunos visionarios que le rinden homenaje.
   Como la gente de Zulo Azul, y su "Lenguaje para Sórdidos"

   http://cronicasdelzuloazul.blogspot.com.es/2012/11/lenguaje-para-sordidos.html

  

Eslogan


-          Ya despedimos al responsable.

 Fue la respuesta a la inmediatez de la ira con que se lanzó la pregunta. En el extremo de esa mesa, fuera de si, un anciano trajeado agitaba brazos y peluquín.

-          ¿Un solo responsable? Explíquenme cómo pierdo a mi jefe de marketing, al asistente de recursos humanos, a las nalgas de la recepcionista –por favor, esas nalgas-, al responsable de las cuentas de Inglaterra y hasta al imbécil del mantenimiento, en un solo día ¡Cómo!

Ese silencio de pira funeraria, ese al que hay que carraspear para saber si es real, siguió a la diatriba del anciano. El de la primera intervención respetó la norma y carraspeó. Con la mano izquierda se palpó, encontrando todas sus partes en su sitio para hablar. Con la mano derecha por debajo de la mesa, repitió:

-          Despedimos a una persona hoy, al responsable de esta estampida…

-          ¡El de mantenimiento renunció! - siguió el anciano, ajeno a su ejecutivo -  Pero si a ese le debía dar yo una patada en el culo ¡Cómo se atreve!

 El interlocutor tomó aire y prosiguió, con su brazo derecho muy tenso.

-          … es el publicista. La última campaña de píldoras para dormir empapela los alrededores. No fuimos los únicos afectados.

El anciano tragó saliva, se le notó la nuez cubierta de pliegues, se detuvo a escuchar y respirar. El ejecutivo concluyó:

-          Al parecer, el eslogan de “Lucha por ese sueño perdido” fue nefasto.
 

2 de noviembre de 2012

La dieta de los niños, tercer premio del público

   Desde el Museo del Romanticismo me envían hoy un mail para comenzar bien el día: el microrrelato "La dieta de los niños" alcanzó el tercer premio otorgado por el público en el II Certamen de Microrrelatos de Terror. La votación se realizó a través de la página del museo en Facebook, y quedé por delante de un relato que, a mi parecer, daba más miedo que el mío. Cosas de la democracia.
   Una amiga me había dicho cuando le comenté que estaba finalista, y que el sistema de votación era público, lo clásico: "odio las cosas votadas por el público, siempre ganan los peores". De verdad, tener amigos para eso. De todas maneras creo que ella me votó.
   Yo simplemente festejé la semana pasada que estaba finalista. Ahora tengo que organizar una comilona en casa para los sesenta y seis colegas que votaron el relato por caridad... o convicción.

   Y terminar de una vez los micros que tengo en el horno, antes de romper aguas.