20 de enero de 2012

Homínido

   Oank no tenía nombre aun cuando ocurrió el miedo. La tormenta se desanudó tal como el grupo lo olfateó en el viento, pero llovían rayos. En los puntos de la sabana que los ojos alcanzaron empezaba el fuego. Retumbó una luz muy cerca del árbol donde se cobijaban. Y los depredadores de cada noche ignoraron la presencia de sus carnes cuando pasaron al ras, dando saltos entre la maleza, huyendo con los pescuezos erizados. La estampida comenzó.


   Oank, dando un salto elástico, sin soltar el hacha de piedra con la que vigilaba cada noche, dejó atrás primero a los enfermos, luego a los ancianos, a las hembras que cargaban niños de teta, a los propios niños. Por último, dejó atrás a los machos que como él corrían armados de hachas. El fuego les pisaba los talones pero la cumbre de piedra estaba cerca, su oscuridad era inaccesible para las lluvias, lo sería también para el fuego.

   Oank llegó hasta las primeras piedras, se aferró a ellas con la misma ferocidad en pies y manos y subió la pendiente licuando sus músculos hasta alcanzar la cueva. Dentro de ella, lo aturdió su propia respiración. Era un fuelle roto, una bestia que exhalaba y hacía eco. Cayó junto a una mancha de humedad y esperó. La luz del fuego empezaba a iluminar cada filo, cada arista del refugio. Los rayos habían callado.

   Los dioses entonces soltaron la lluvia y Oank, soltando su hacha, emitió un sonido. Un sonido que al fin le devolvía la cueva como suyo. Pero no fue suficiente: Oank se puso en pie. Gritó a la entrada de la cueva, la luz se iba apagando con el incendio y sólo entraba hasta él la humedad que salpicaba la piedra. El eco otra vez. Oank, tiritando, salió de la cueva y se quedó a la intemperie gimiendo. Ya no estaba a salvo. Se había quedado solo por primera vez en su vida.

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