No tenían sitio para sentarse los cuatro juntos. Yo ocupaba
un sitio de una fila de cuatro y la fila frente a mi tenía un asiento libre,
así que la familia se distribuyó con eficiencia y precisión, desoyendo mi
ofrecimiento del puesto.
La mujer se sentó a mi
lado, apoyando el bastón contra su barbilla, y el hombre se sentó enfrente,
entre las dos chiquillas que guiaba con sus manos. Al terminar de sentarlas, le
hizo un gesto a la mujer, con una sonrisa, al que ella asintió con el silencio
de las parejas que se hablan sin hablar porque ya se lo han dicho todo. Lo vi
por el reflejo del cristal, la mujer tenía arrugas profundas en los ojos y
parecía aún mayor que el hombre, que tenía el cabello completamente blanco y
ojos rasgados por el cristal de sus gafas. El identikit que me apuré a
realizarles explicó lo de las niñas, tan pequeñas: una morena de unos nueve
años y una asiática de edad incalculable pero de modales espontáneos. Habrá
tenido unos cinco años.
La morena iba seria, de chándal azul y bolso verde con un
pin en el que se dibujó una flor. La asiática no paraba de moverse en el
asiento y agitar su diadema rosa y su falda vaquera. Pero el hombre se volteó
hacia la morena y la señaló con el dedo:
-Que sea la última vez que te comportas así. Te portas
fatal, no haces más que disgustarnos ¿Me oyes? Te quedarás en casa y no vendrás
nunca más con nosotros ¿te queda claro?- seguía señalándola con un dedo índice
muy largo y recto hasta casi tocarle la frente, la niña no lo miraba- Eres muy
mala ¿Por qué no puedes ser como Laura?
La niña asiática entonces paró de moverse, tomando de la
mano que le quedaba libre al hombre, que se giró hacia ella.
-Quiero petisui- dijo la niña y el hombre le sonrió,
cambiando con una facilidad pasmosa el gesto duro al cálido.
- Cuando lleguemos a casa tendrás todo el petisui que
quieras - miró a la mujer- ¿verdad que se lo merece?
Y los tres se sonrieron y juraron tomarse todo el petisui de
la nevera.
Mientras, yo observaba a la niña morena, que escondía las
manos regordetas entre las piernas y el bolso verde de pin de flor. Esquivó mi
mirada y la fijó en el suelo. Se pasó una mano por el cabello, negro azabache,
y se colocó un mechón detrás de la oreja. Era una niña con un cuerpo de niño regordete y una
pelusilla sobre el labio superior que vaticinaba una adolescencia incipiente.
No era un encanto de catálogo, como la asiática, y creo que casi no respiraba.
Se miraba las manos y aguantaba la respiración.
-Indira -dijo el hombre y la niña morena levantó la vista del
suelo- quiero que me mires y atiendas -ordenó, obligando a esa mirada a reparar
en el dedo índice que se desplegaba otra vez, rígido como un puntero.
La niña se fijó en el dedo mientras el hombre mayor volvía a
la carga. Era una niña mala, un desastre, un disgusto, un error. Se lo iban a
contar a alguien, alguien que iba a venir a buscarla porque era un mal ejemplo
para Laura (ya entonces sabía que se refería a la niña asiática, que seguía
canturreando su pedido de petisui y golosinas y helados y diademas rosas). El
hombre bajó el mentón y fijó unos ojos que no parpadeaban en la silenciosa niña
de los dioses azules. La batalla estaba decidida en favor del dios de las
cruces. El Monte del Calvario se alzaba. Las manos de la niña temblaban y se
escondían en un bolso verde en el que crecía una sola flor, tan huérfana como
ella. Retrocedió contra el respaldo del asiento y no se escuchó su voz, si es
que la tuviera. Se quedó ahí, señalada, mientras los tres restantes regresaban
a sus diálogos sordos con aroma a chicles.
Yo la observaba con la esperanza de que me mirase. Iba a
dedicarle una sonrisa, creyendo que así aliviaría su carga. Pero no volvió a
levantar la vista del suelo. Se encorvó en su asiento, con un temblor en las
comisuras de los labios y se quedó mirando su chándal: era azul y estaba un
poco desgastado, remendado en los sitios donde sus caderas empezaron por
crecer. Con una mano oscura se alisó los pliegues que se hacían en las rodillas.
Juntó sus pies muy pegados entre si y abrazó su bolso verde. Ignoró que la flor
del pin tenía una sonrisa dibujada y allí se quedó, al margen del amor.
Hubiera querido seguir a esa familia hasta un final
feliz, pero el tren llegó a mi estación antes. Hubiera querido tomarle de las
manos a la niña de las Indias y darle calor, pero yo sentía frío. Y me bajé
dándole la espalda a un trozo de terreno arrasado entre esas pestañas tupidas.
Apuré el paso para que nadie fuera testigo de que me llovía por dentro.
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