24 de noviembre de 2011

Sinceramente

No voy a ser ese desmemoriado poeta


Tampoco el proletario modelo

Ni es prescindible

Porque no tengo categoría

De moza entrada en carnes

Ni en la que pasa hambre a pesar

De la sonrisa extraviada

No soy

ni quiero ser

la broma

Que se clava en las costillas de nadie

Aunque lo piensen

No quiero ser el amante virtuoso

Que desentraña marcas ilegibles

Porque no quiero ser el golpe

Que amenaza con derrocarme

Ni soy ese clavo en la pared

De los zapatos del errante

No quiero ser un gato esperando el desarme

No quiero ser un cuerpo pasado de moda

Ni el estertor al abrigo de las cuchillas

Que afeminan el semblante

No quiero ser ese corazón que sobrevive

No quiero ser la muchacha que arremete

Cantando premios de osadía

No quiero

Quiero ser yo.

Mecenazgo y Resoluciones Artesanales

Hoy y solo por hoy les traemos esta oferta:
 In Absentia, antología poética en libros hechos a mano muy cucos y coquetos, a cargo de Nanoediciones. Con el aporte de los interesados, claro.
El retorno a las cosas bien hechas, con tiempo y ternura, esa doble T en la carta de La Templanza.
¿Donde? En Tipos Infames, Madrid.
Mucha poesía ¡y absenta para brindar y desvariar!
Nos estamos viendo.

22 de noviembre de 2011

Catulo ¡Por Júpiter!


Luego de una griega resaca electoral (porque más de uno recibió por el culo), en medio de las protestas posmodernas y la alegría provinciana, es bueno regresar a los clásicos. Mucho más si la última aventura de biblioteca resultó un fiasco feminista.
Y en medio de mensajes discretos y tácticas de evasión insertadas en trajes sospechosamente grises, apago la televisión y enarbolo esos versos que llevan casi dos mil años con nosotros:

"os daré por el culo y me la mamaréis,
mamón de Aurelio y marica de Fario"

Por Júpiter, qué tiempos en donde los poetas elegían la verdad sin mengua para escandalizar ¡Qué tiempos! Donde se decía del político de turno, por muy general de las Galias que fuere:

Indiferencia
No me preocupa demasiado, César, querer agradarte,
ni saber si eres blanco o negro
(blanco o negro, una traducción del griego "activo o pasivo")

Y donde las mujeres que intrigaban por vanidad se nombraban en el poema como "vulgares putillas" ¿Donde estaba lo políticamente correcto? Un hombre clásico de la Roma aún republicana, ¿comprendería tal término? Supongo que se encogería de hombros y haría un poema sobre los pedos de su enemigo. Así se sencillo. Así de sincero.

Pero no se asusten. El poeta también tiene un momento cálido cuando regresa su mirada sobre el amor:
"y nunca me sentiría satisfecho,
ni aunque la cosecha de nuestros besos,
fuera más rica que una de espigas africanas"

Versos de amor tanto para su amada Lesbia como para su jovencito Juvencio. No importaba el sexo, el amor lo era todo y no tenía definición aséptica.

Es un libro pequeño, se lee en un día y del tirón. Fue escrito hace miles de años y permanece vigente por el humor, la desfachatez y hasta la vulgaridad bien utilizada. Recomendable cuando el espíritu patalea y necesita escapar de tanta hipocresía audiovisual.

16 de noviembre de 2011

De la A a la Z: Antología de Cuentistas Madrileñas

Seleccionado en la Biblioteca Municipal "La Chata".

Irregular y despareja antología. Dividieron el libro en tres partes. Siglo XIX, primera mitad del Siglo XX, segunda mitad del Siglo XX.
Por supuesto, las dos primeras partes son difíciles de leer hasta el final, dada la tendencia de aquellas mujeres a reflejar una moraleja y un llamado a la virtud en todas sus líneas. Los comienzos hoy en día prohibitivos ("despertó aquella mañana", "lo recuerdo como si fuera ayer", etc) están presentes. Y la atmósfera es escasa, ya sea un paseo por la campiña al atardecer o los jardines de una mansión al amanecer.
La tercera parte es más ágil. Pero le falta contundencia. Nunca sabemos exactamente qué nos están contando. Y los finales se diluyen en el misterio ilógico. Más que preguntas lo que nos dejan son dudas de si haber empezado a leer fue una buena idea. Y los microrrelatos son más haikus y metáforas poéticas que relatos en si (y se editó en el 2006, ya teníamos buenas microrrelatoras entonces)
Hay tres prólogos, uno por cada edición (¿tanta gente compró este libro?), escritos por el Doctor Roger Salazar. Por lo visto es especialista en terapias familiares y da cursos en California.
La selección corrió por cuenta de Isabel Díez Ménguez. Filóloga y especialista en literatura que antes de esta antología colaboró con el "Catálogo de la Biblioteca del Instituto Homeopático y Hospital de San José de Madrid" (en prensa)

Comunidad

Viene mi vecina de abajo a decirme que mi vecina de arriba padece una gotera mía. Le intento explicar que en todo caso debería ser mi vecina de abajo, ella, quien sufriera una gotera mía. Ella dice que no, gracias, que lo que ella sufre es el ruido de mi lavadora que le indica 7.5 en la escala de Ritcher y que se le mueven los cimientos de la casa. Insiste con la gotera. Le explico que llevamos cinco meses en el edificio y que la vecina de arriba nunca ha venido a contarme que el agua de una pérdida se acumula y sube un piso. Y de paso, que la lavadora hace ruido cuando centrifuga, como todas, y que evitaré ponerla en las siestas de los domingos. Si mi marido me ayuda a no joderme la ciática, pondremos algo a la lavadora debajo para que no sacuda los suelos, que son los techos de la vecina de abajo. La vecina de abajo se retira indignada y desafiando a las leyes de la gravedad.
¿Quién tiene la pérdida?

15 de noviembre de 2011

La madre de los pichones

El pichón parece mucho más feo cuando Margarita le abre el pico a la fuerza, aunque con cuidado, para dejar caer en su buche unas gotitas de la jeringa descartable. Flaco, con unas pocas plumas creciéndole desparejas en el cuello, un ala y la cola, es un ave gris que aletea pero no vuela cuando por fin se libera de Margarita, y recorre con un gurgullo la camilla metálica dando saltitos. Ladea la cabeza para ver mejor a las dos mujeres que lo rodean.


- ¿Y eso para qué es? –pregunta Olivia, apretando las manos y las ganas de consolar al pichón.

- Para equilibrarle la dieta, ya que no le das insectos.

Margarita consulta el reloj colgado de la pared. Abre enseguida un cajón y hurga entre cajas de medicamentos.

- Es la hora de Gallo,-dice mientras sale con otra jeringa en la mano- agarrá al pichón, ya está tranquilo.

Olivia sale tras ella y la sigue, con el pichón envuelto en una bufanda y acurrucado en el nido de sus brazos maduros. Los pliegues de la bufanda continúan en los pliegues de sus brazos. Olivia escucha el gorgojeo de placer, casi de gato, del ave que aún ladea la cabeza para mirarla. Por un pasillo pasan de la sala de consultas a la de un hogar.

Allí, Margarita está repitiendo la operación de la jeringa con un papagallo que al soltarse de sus cuidados amenaza a la mano con un picotazo al aire y casi pierde el equilibrio en su aro de caña. Un gato se revuelve sobre la manta al crochet en el que anidó sobre el sofá. Hay un televisor encendido, y la sala suena a pájaros al atardecer, pero el sonido proviene del patio. Cae el sol, y una docena de pájaros en sus jaulas, amarradas al tronco del paraíso, imitan a aquellos que llegan hasta el árbol a pasar la noche. Cotorras, cardenales, canarios, zorzales. Los libres y los atrapados, dormirán bajo el mismo cielo. Margarita se asoma a la ventana y, cogiendo una videocámara que descansa en la silla cercana, llama a Olivia.

- ¡Rápido, ahí están!

Olivia se acerca a la veterinaria.

- Apuntame todo lo que te debo, la semana que viene cobro.

Pero Margarita no le responde, hipnotizada por la imagen que repite la pantalla de la cámara. Olivia observa sin cámara; de todas las jaulas, hay una que tiene bolsas de agua, un repelente electrónico de mosquitos, recortes de mantas. En ella, tres pichones de zorzal se agitan ante los barrotes. Del lado de la libertad, un zorzal adulto mete el pico entre los alambres, se aparta, da vueltas sobre sí mismo, canta, regresa a los barrotes y mete el pico nuevamente hasta tocar los tres picos pequeños que se estiran hacia el ave adulta.

Margarita sonríe y sigue filmando. Olivia mira de lado como su paloma. Margarita, sin dejar de mirar a la cámara, le confirma.

- Es la madre de los pichones.

14 de noviembre de 2011

Motivos para no llorar un lunes

Anda, termina de desayunar y levántate como un muelle suelto. Tienes que avisar a los ilustradores ¿Qué formato darle a una revista digital? Si es que está preñada y sólo pedimos cerveza sin alcohol. Y no he fumado para no tentarla. Nos metimos en esa tienda tan chula de vestidos vintage recién terminados en un taller de chinos. Todas tallas 40, genial. Me ha encantado Super 8, pero es mucho más tenebrosa que algo como Los Goonies, no vale la comparación. Encima va Rebecca y me quita una frase del relato, cinco palabras, y todo cobra sentido luego de años trabajando en él. Cinco palabras. Sólo cinco para armar una frase poética ¿Con sentido o sin él? Qué mas da. El sentido es para lectores atentos. Se lo mando tal cual, no, mejor lo selecciono para que no se decepcione tan pronto, que se trata de poesía joder. Pues nada, lo de bubok huele a chamusquina. Mucho publicado, mucho abarca y poco aprieta. No escribimos para eso, a ver si terminas esa novela a todo trapo. Ya entraremos en detalles ¿Hasta el sábado que viene? Nos vemos el sábado. Conseguimos esa edición rara, con la ilusión que le hace. Y de paso, un contacto para conseguir raras avis. Venga, me voy a trabajar ¡Hay mucho IVA que calcular!

13 de noviembre de 2011

El hombre de aceite y su bronceador caducado

El avión dio un brinco, y algunos obedecieron la señal luminosa cerrándose los cinturones. Un segundo brinco, y los que estaban cabeceando una siesta se despabilaron, se escucharon voces nerviosas. Enseguida vino el tercero, más violento y parecido a una sacudida, y la azafata con el carrito tuvo que sujetarse a él. Entonces, el avión inclinó el morro apuntando a tierra y las mujeres comenzaron a gritar. El sol entraba por unas ventanillas y por otras, los estómagos subían y bajaban. Un sonido histérico que se aceleraba, proveniente de una de la turbinas, anunció la caída de las mascarillas de oxígeno por sobre las cabezas de todos. Y mientras una voz aseguraba ser algo como un comandante y pedía calma llamando a la tripulación a sus puestos de emergencia, Dimitri, sentado en el 33D, lo observaba todo. Cualquiera que en ese momento tuviera el coraje de observar la tragedia como si estuviera detrás de una vitrina hubiera coincidido con este narrador. Dimitri, sentado con los brazos descansados en cada lado, los labios cerrados, el cinturón de seguridad ajustado a su barriga y la vista al frente, era la imagen del estoicismo frente al pánico. Nadie reparaba en él, estaba solo en esa fila de asientos, no tenía testigos.


Pero Dimitri sudaba. Llevaba sudando desde el primer momento en que llegó al aeropuerto, leyendo las pantallas de información, despachando el equipaje, preguntando a esa muchacha de moño tirante porque no entendía bien el inglés de los altavoces (la muchacha era amable, sólo una vez le miró el rostro surcado por gotas de sudor aceitoso y lo relacionó con la edad de ese hombre bronceado hasta en la coronilla que asomaba bajo el cabello blanco). Varias veces tuvo que recurrir al pañuelo para secarse la frente, el cuello, la barbilla. Y antes de hacer la fila de los controles de seguridad, se metió en el baño a secarse las axilas con papel.

- Me van a pillar –se dijo mirándose al espejo. Pero en ese momento corrió el agua detrás de una de las puertas y Dimitri recordó que los baños de los aeropuertos siempre están silenciosos cuando hay alguien escuchando lo que no debe.

De regreso a la fila de control, contó las personas que pasaban por delante de él. Cuatro. Y cuando le llegó el turno se mostró solícito y sumiso. Se quitó el cinturón, el reloj, los anillos, el pendiente. Arrojó las monedas sobre la bandeja con sus pertenencias, estaba empezando a sudar nuevamente, y el oficial que le daba las órdenes era guapo y le guiñó un ojo. Pasó el escáner y sonrió al joven coqueto, y este lo dejó ir sin registrarlo. Si tan sólo me gustaran los asiáticos, pensó Dimitri, mientras se alejaba mirándose en los escaparates. Y sonrió al comprobar que el bronceado seguía allí, que no había sido un espejismo, que no quedaba nada de su origen excepto el nombre. Y que tenía por fin la clave para tomar color, después de años de intentarlo.

Mientras el avión seguía en su emergencia, Dimitri luchaba contra las imágenes de una vida que no quería ver pasar delante de sus ojos. Apretaba los puños sobre el apoyabrazos. Bielorrusia, inviernos larguísimos en esos barrios cuadriculados que construía el gobierno, su madre quemando una silla en el salón para poder calentar la leche. Sudaba sin parar tratando de purgar el virus del recuerdo. Vio cómo una mujer mayor vomitaba sobre su falda, dos asientos adelante, y trató de concentrarse en ese vómito. Pero recordó un guiso tibio de pichones de paloma y patatas, y entonces quiso vomitar él también.

El avión levantó el morro. Dimitri se agachó lo que le permitió el cinturón, dispuesto a largar el último desayuno inglés del hotel, cuando notó su pantalón manchado en los tobillos. Así recordó que se había guardado el tubo del bronceador, la clave de su color americano, en el calcetín. Las sacudidas cesaron mientras Dimitri, doblado en sí mismo, pudo pensar con una sonrisa en su casa de Alicante, su decoración pop, su peluquería, sus sesiones de sauna, su manicura. Y su bronceado. Siguió sudando y empapando las axilas, mientras la voz de los altoparlantes anunciaba un aterrizaje de emergencia, en Minsk, que Dimitri no escuchó.

11 de noviembre de 2011

Jemanjá. Final

La noche del tercer día de nuestras vacaciones, seguía lloviendo. Le había dado de comer al gato de Andrea su ración de hígado, mientras terminaba de hervir nuestra ración para hacer el paté de la cena. El hígado era la única carne que podíamos comprar con una moneda y probamos hacerlo de varias maneras, descubriendo que podíamos hacer paté. Esperaba que el hígado troceado terminara de ablandarse, sentada frente al televisor. Había seres andróginos desfilando para un japonés al que le gustaba el metal. Parecían armaduras deformes, era imposible determinar por dónde habían metido a las personas en ellas. Lo adivinábamos desde el sofá cuando una sombra pasó aleteando cerca de mi cabeza, por la frente de Fito, por entre los bocetos de la mesa auxiliar, y se posó sobre la pantalla del televisor. Una cucaracha de agua, ruidosa, vestía a esos figurines de negro. Aleteaba y nos provocaba con sus patas cubiertas de pelillos. Fito, que calzaba cuarenta y ocho en esos borceguíes militares que consiguió de una donación venida de la ONU, no dudó un segundo en quitarse uno y arrojarlo, al tiempo en que yo saltaba para detenerlo (era el televisor de Andrea). Me dio de lleno en las tripas, lo sentí. Sentí mi estómago meterse hacia dentro y rebotar entre los líquidos. Hizo plop, plop, quitándome el aire. Me sostuve a duras penas, pillando un par de papeles para hacer un rollo y llegar a darle, aún, a la cucaracha de la pantalla. Le dí, la tiré al suelo, y allí la pisé escuchando cómo crujía. Me senté en las baldosas, mientras Fito se deshacía en disculpas llevándose sus manos pequeñas y regordetas a la boca. Se acercó a mí para ayudarme a respirar, y vio entre mis manos el rollo de papel con el que vencí a la cucaracha.




¡Válgame Dios! Mejor hubiera sido dejar que destrozara el televisor. Sus sentimientos, tan a flor de piel, descargaron otra tormenta aquella noche, porque había utilizado su obra maestra para matar un bicho ¡Una bicho repugnante! La cucaracha y yo estábamos allí, escuchando sus acusaciones. Ella reventada y yo sin aire. La piscina la había conseguido él, decía. Mi comida era insípida, se quejaba. ¡Y por qué mierda no paraba de llover! Agitaba los brazos, sudando y señalándome con el dedo. Y no sé qué opinarán otros, qué hubieran hecho en mi lugar, a mí me pareció demasiado. Estaba al borde de la histeria. Una amistad también tiene esos momentos. Yo también estaba harta del paté y de la lluvia y de un lujo (una piscina de plástico) del que no podía disfrutar. Y lo mandé al carajo.



Me levanté dispuesta a marcharme en mitad de la noche, la lluvia y sus repentinas súplicas (porque así era, cuando se daba cuenta de que me tenía harta cambiaba de actitud en un pestañeo). Y abrí la puerta de aquella casa para irme, en el momento en que cayó un rayo y tuvimos un apagón. De todas maneras, los relámpagos eran tan seguidos que podía ver el camino a mi casa. Lo que no pude fue imaginar el estado de esas calles. Tanta agua las había convertido en rápidos que desembocaban en el canal que antes había sido un río que se desbordaba en las primaveras. El agua corría y saltaba, se arremolinaba en las bocas de tormenta, borbotaba en las de cloaca, llevando barquitos iluminados.



Sí, lo recuerdo bien, barquitos. Cientos de ellos. Primero vimos las luces de las velas que llevaban, protegidas por hojas de palmera. Una procesión de luces que chocaban entre sí, se hundían en un remolino, doblaban y se unían a otras en las esquinas. Cada relámpago los difuminaba, pero con la oscuridad volvíamos a verlos. Hechos con botellas de plástico, cartones, corcho. Llevaban semillas, fruta, cartas que la lluvia borraba. Y las velas encendidas, claro. Venían de las calles apartadas del barrio, las calles del asentamiento de gente expulsada del campo, que el gobierno no pudo echar a palos. Pero entonces vimos al dueño del kiosko, un señor que estuvo con nosotros la noche en que despedimos a Andrea y que contaba de sus viajes por el mundo, saliendo de su casa con uno hecho de una bandeja descartable, de esas de cotillón para niños. Bajó a la calle y se detuvo ante la corriente. Estábamos a unos pasos, no pude escuchar bien. Decía algo como una plegaria y luego, como si no notara la lluvia que lo empapaba, dejó con lentitud la bandeja con su cargamento en la corriente. La observó alejarse, danzando su luz con el viento, y juntó las manos junto al pecho antes de darse media vuelta y regresar a su puerta. Vio a Fito iluminado por otro relámpago y a mí detrás. Sus palabras sonaron a truenos.



Aquella noche cenamos en penumbras, con el gato en mi regazo, mientras el estruendo daba paso a la lluvia sumisa.

Jemanjá. Parte 2

Me estoy desviando otra vez de tema.




La noche en que despedimos a las mujeres, esa noche en la que varios vecinos se acercaron a brindar porque alguien, uno de los nuestros, había ganado algo, Andrea intentó ponernos al día del funcionamiento de las llaves de agua, la caldera, la comida de su gato, el cuidado de la piscina y yo que sé cuántos detalles más cubiertos por la decoración de mantelitos de ganchillo. Aquella casa tenía los suelos y el falso techo en madera de pino. La enceraban y la lustraban de arriba a abajo una vez por semana, mezclando en la cera un poco de gamexane. Era la única manera de mantener a raya los bichos, cuya población aumentaba durante las estaciones de lluvia. Los bichos, decían, generalizando. La madre de Andrea nos señaló un sitio bajo el fregadero con todo lo necesario para mantener el brillo de los suelos justo antes de que llegara el hijo con un coche prestado para llevarlas a la estación de autobús. Cuando subían sus maletas un relámpago titiló en el sur, entre nubes gordas. Nos llegó esa brisa que sopla justo después de ver un relámpago o una descarga cuyo sonido no nos llega. Y recuerdo a Andrea, asomándose por la ventanilla del coche en marcha para darnos una última recomendación: que no tocáramos los barquitos.



Nos dejó allí, leyendo la patente del coche con cara de incógnita envuelta en la nube de polvo y oliendo el aceite mal quemado que dejó al acelerar ¿Los barquitos? Nos miramos preguntándonos si la habíamos escuchado bien, mientras los vecinos regresaban a sus casas con las manos en los bolsillos. Era medianoche, y cuando estuvimos solos en la casa quisimos festejar quitándonos el calor en la piscina, con unas latas de cerveza para brindar. Hicimos una carrera, despelotándonos por el camino, rozando las orquídeas y el poste del farol que parecía cubierto con un tul de mosquitos. Ya, ya sé que parecíamos una pareja a punto de echar un polvo en el agua. Pero entonces sabíamos de qué pie cojeaba cada uno. El barrio entero hablaba de nosotros, daban por echo que algo teníamos, ignorando que al verme las tetas Fito no me apuntaba más que con el lápiz con el que tomaba apuntes. Me utilizaba de figurín para probarme esos trajes bordados que salían de su cabeza de luchador de Sumo



Ahí estábamos, desnudos y haciendo burbujas tirándonos pedos en el agua, cuando empezó a llover por sorpresa y sin banda anunciante. Salimos del agua y terminamos otras cervezas bajo el toldo, sin saber que no volveríamos a meternos.



Porque llovió hasta la mañana siguiente, se detuvo al atardecer y se largó a llover otra vez por la noche. Así, dos días más. La piscina se desbordó y sobre el agua fueron cayendo las hojas de los árboles que el viento sacudía cerca del farol. Desde el umbral del patio, mirábamos el jardín anegado y volvíamos a sentarnos por horas frente al televisor. Era la semana de la moda en alguna ciudad muy lejos de aquella lluvia espesa, y llegué a reconocer un Oscar de la Renta de un Carolina Herrera. Fito se olvidó de la piscina, trajo un bloc de hojas robado de la Subsecretaría de Cultura a donde iba siempre a pedir hilo y aguja y en unos días la sala de ganchillo desapareció debajo de cientos de bocetos de vestidos y zapatos. Obcecado y frustrado como estaba, no me escuchó cuando le dije que unas hormigas negras aparecieron por el desagüe del fregadero. Ni cuando le dije que las babosas y los caracoles nos invadían desde la puerta del jardín. Y mucho menos cuando grité en la ducha porque me cayó del techo un alacrán hambriento (¿que cuándo está hambriento? Cuanto más oscuro tiene el aguijón, más días lleva sin probar bocado, y este cayó entre mis piernas y vino derecho hacia mí sin amedrentarse porque yo fuera doscientas veces más grande que él y empuñara el envase de champú con el que lo aplasté)

Jemanjá. Parte 1

Éramos muy pobres, pero tuvimos vacaciones. Sí señor, con unas monedas tuvimos una semana de vacaciones que conservaríamos en la memoria. Habíamos tenido un año agotador y planeamos tantas cosas para escapar de la ciudad ¿saben? Hacer autostop hasta Iguazú, dormir en casa de un conocido del hermano de Rodolfo (en esa época lo llamaba Fito, esto que estoy contando sucedió antes de su despertar metafísico), tentar a algún catamarán a pasarnos al otro lado. Hasta escondernos en un camión. Fotocopiamos un mapa de carreteras en la biblioteca sin que nadie nos viera, en la escuela de adultos, para no pagar los centavos que costaba hacerlo ¡No podíamos derrochar! Qué tiempos... Cuando cuento esto, siento nostalgia por la aventura de la pobreza.




En fin, que me desvío del tema.



Resultó que una amiga de Fito, pobre como nosotros pero además fea, de esas que ni el ocio de tirarse a un perdedor la podría entretener, ganó un concurso por lo que sabía de una telenovela de la siesta. No recuerdo si era de la siesta, o era una de la tarde de esas que disfrazan de serie con buenos actores, y son culebrones. La cosa es que esa chica miraba mucha televisión ¿He dicho ya que era fea? Sí. Y ganó un concurso enviando las respuestas a un apartado de correo. El premio era nada menos que una semana en un hotel de tres estrellas en el Nahuel Huapi. Era para dos personas, y la chica tuvo que irse con su mamá. Las dos vivían en una casa de una planta, con pocos electrodomésticos, pero con un jardín tropical en donde habían colocado una piscina de plástico, la única de todo el barrio. Lo que no gastaban en aire acondicionado lo ponían en el agua que llenaba esa cosa. Aunque tampoco pagaban el agua. La madre de Andrea, así se llamaba, era una artista con las plantas, y le envidiábamos ese jardín y esas orquídeas que el invernadero de la ciudad le dejaba, según ella (su hijo trabajaba en él a cambio de una subvención del Estado). Si lo pienso bien, creo que todo el país estaba lleno de gente sin trabajo, ni coches, ni créditos, ni vacaciones, como nosotros.



Así que la madre de esta chica nos pidió que le cuidáramos la casa y, sobretodo, el jardín, porque Fito sabía de plantas, habiéndose robado esos libros donados por la escuela de jardinería a la biblioteca. Yo sólo iba de amiga de Fito, y a falta de playas de Brasil me conformaba con esa piscina para curarme de peleas familiares. Una larga historia. Mejor digamos que necesitaba unos días lejos del área tóxica de mi familia. A cinco manzanas, distancia suficiente puesto que había que cruzar el canal que atravesaba el barrio. El canal era un límite sicológico. Por ese canal intentaron encajar un brazo del río Salado, excusando así el derroche de cemento de los presupuestos inflados con los que llenaban nuestros barrios de gente sin nada que hacer.

10 de noviembre de 2011

A pelo

(esto jamás se revisó, corrigió ni editó)

Jamás acepto una invitación que no pueda denegar.
Las invitaciones de los enemigos no se pueden denegar. Las de los traidores no se pueden denegar. Las del presidente de la comunidad no se pueden denegar. Las de tu jefe no se pueden denegar.
La del amor no se puede denegar.

8 de noviembre de 2011

Prohibido ahogarse

El sol, rebota y se multiplica llenando de reflejos la piscina solitaria, repetido en las gafas de los tres muchachos que se broncean en tumbonas junto a una cuarta tumbona cubierta por una toalla húmeda. Uno de ellos se pone crema en las mejillas y la frente, otro sostiene un móvil que suena con música distorsionada, el tercero bebe agua de una botella. Los tres acompasan con sus cabezas el movimiento de la aspiradora acuática que va trazando paralelas a un lado y al otro de la piscina, sujetada de un extremo por la chica de traje de baño rojo, que se cubre del sol con una camiseta y camina por el borde mirando fijamente el agua. Cuando se apaga el ruido del motor, la chica extrae la aspiradora sujetando el tubo con las dos manos.


- Sí que está buena.

- Sí.

Siguen comentando en voz alta las bondades anatómicas de esa chica que pliega el tubo y se sienta ahora bajo la única sombrilla del otro lado de la piscina, en una silla de director elevada sobre una plataforma de cemento, se peina el cabello con las manos y se pone también unas gafas de sol.

Llegan hasta la hierba un grupo de chicas, la mayor tendrá unos dieciséis y al dejar un bolso que huele a látex en la hierba se queda de pie. Mientras sus amigas se reparten las toallas y se quitan los pantalones teniendo cuidado de no arrastrar con ellos la pieza del bikini, ella espera a los de las gafas levantando un poco la mano derecha hasta decepcionarse con la seguridad de que no la ven.

- Hola Susi –pasa junto a ella otro muchacho que se une al grupo cargando una bolsa con latas de cervezas.

Cuando Susi intenta devolver el saludo, el chico ya está participando de la conversación mientras reparte las latas, recibido entre festejos. Sin dejar de mirar a la chica cubierta por la sombrilla, se sienta en la tumbona libre.

- ¿Qué me perdí?

- Acaba de pasar el aspirador ése.

- ¡No me jodas! ¿Y me lo perdí?

- Cómo le empuja…

- Qué arte…

- Mierda –abre una lata de cerveza que le salpica espuma en la barbilla-, ya me perdí la medición de cloro también. La próxima vez que vaya otro.

Se limpia la espuma y da un sorbo. La chica al otro lado es una figura inmóvil en la sombra, con las piernas cruzadas, atenta sólo al movimiento del agua que empieza a aquietarse, sinuosa. Los muchachos echan suertes con una moneda, y dos de ellos se tumban de espaldas mientras los otros dos mantienen su posición. Las sombras rectas desaparecen en la resolana que rebota desde las paredes del edificio. Rodeados de ventanas cerradas al calor, los muchachos sudan. Las gotas de sudor corren, engordan y se espesan en frentes y cuellos de los cuatro. Tienen la piel cobriza, el pelo pegado al cuero cabelludo, y uno de ellos resopla. Se yergue aún sentado en la tumbona, mirando el agua.

- Quiero bañarme- dice poniéndose de pie y provocando que el otro vigía gire la cabeza hacia él.

- Ni se te ocurra- le dice.

- Me muero de calor –se queja.

- Dúchate- le replica dando por zanjado el tema, volviendo a observar a la chica.

El muchacho dice algo entre dientes y se dirige a la ducha colocada en una esquina junto a la hierba. Al regresar, empapado, se sienta en la misma posición.

- ¿Mejor?- le pregunta el compañero sin mirarlo.

- No ¿por qué no puedo bañarme?

- ¡Porque ella no sabe nadar!

- ¡Pero yo sí!

- Si te bañas tú, nos bañamos todos. Y si entramos todos, nos seguirá el resto. De ahí a la tragedia…

- No hay nadie ¿Quién nos seguiría? –dice y abre los brazos mirando a su alrededor, señala al grupo de chicas- ¿las chavalas? Si sólo vienen a broncearse… y los niños tienen la suya –indica a sus espaldas un rectángulo blanquecino de agua rodeado de setos en donde flotan unos patitos de goma y un cubo turquesa boca abajo.

Uno de los que está de espaldas se gira hacia la conversación tratando de secarse los chorros de sudor con la muñeca.

- Pienso igual, a estas horas no hay nadie.

Guardan silencio. Fruncen el entrecejo por la luz. Se miran entre sí haciendo gestos como negar con la cabeza, encogerse de hombros, levantar la palma de la mano y bajarla pidiendo calma. El que aún permanecía tumbado se incorpora con un suspiro de fastidio, quitándose las gafas.

- ¿Cuál es el problema?

- ¿Cómo sabes que no sabe nadar? –lo miran los tres.

- No sabe –dice con una sonrisa entre dientes.

- Juraría que al menos hay partes en ella que flotan –dice el que inició el debate.

Y en ese momento, cuando se disponen a debatir otra vez con los gestos repetidos para defender sus puntos de vista, la chica cambia de posición, estirando una pierna y cruzándola un poco más alta, sobre el muslo contrario. Los muchachos callan. Los cuatro la miran sin respirar por unos segundos. Uno de los muchachos coge de la muñeca al que tiene junto a él y se la aprieta. La chica se toca las gafas y parece prestarles atención, pero se queda otra vez inmóvil. Pasado el lapso, uno de ellos se tumba de cara al cielo.

- Yo no me pienso arriesgar.

Las sombras se alargan recorriendo la hierba. Algunas ventanas, ya a salvo del sol, se abren dejando salir el sonido de una batidora, una mascota que sacude su collar, unas mujeres que hablan mal de sus maridos mientras preparan un té helado. Los muchachos ya no sudan, la sombra de un arbusto les toca las cabezas. Un hombre llega con una niña cogida de la mano que se deja llevar hasta una tumbona mientras va adelantando en sus comentarios lo que va a hacer una vez tenga los manguitos puestos. Los manguitos. La mención levanta la vista del hombre al cielo y rebusca en un bolso de donde extrae toallas, cremas, un gorrito rosa y un sándwich envuelto en papel film. Las chicas han puesto su propia música en un móvil que está decorado con pegatinas de Hello Kitty, y una de ellas fuma a escondidas. El hombre mira al grupo de muchachos y al de las chicas, tras ver el humo del cigarro entre la hierba se decide por los muchachos y se les acerca.

- Tengo que subir un momento – señala a la niña que se ha puesto el gorrito y sigue hablándole a las toallas, mientras las despliega con mucho trabajo sobre la hierba, arrastrando cada punta entre sus dedos hasta formar el rectángulo -¿le pueden echar un ojo?

El hombre también se queda mirando a la muchacha, porque acaba de quitarse la camiseta y se levanta de la silla estirando los brazos, espiando su bañador en la entrepierna.

- ¿Ha medido el cloro ya?- pregunta apartando la vista para buscar a la niña.

- Le falta la tercera medición –dice un muchacho estirándose hacia un reloj de pulsera que descansa en el hueco de una zapatilla.

- Vale, si me doy prisa puede que llegue a tiempo –responde el hombre rascándose la nuca.

- Vaya tranquilo, nosotros le vigilamos la niña.

- Gracias, es que ella no sabe nadar.

El hombre se aleja a paso apresurado, casi dando saltitos en sus chanclas con los codos pegados a la cintura. El último comentario giró las cabezas de los muchachos hacia él. Lo vieron alejarse. Entonces vieron a Susi haciendo estiramientos junto al borde de la piscina. Al meter la punta de un pie en el agua se le eriza la piel, retrocediendo unos pasos. La chica del traje rojo la observa también, con las manos en la cintura. Los muchachos la reconocen, uno de ellos levanta una mano para atraer su atención. Como no lo consigue se cruza de brazos. Expectante y sin disimulo, otro alterna la mirada entre la muchacha que estira el escote de su bikini y a la chica del traje rojo que se lleva un silbato a los labios. Ambas se están mirando sin decir palabra, de pie ante la piscina quieta. El muchacho abre los ojos y la boca cuando Susi toma carrera.

- ¿Qué hace? –alcanza a decir cuando los salpica la zambullida.

7 de noviembre de 2011

Trampa para osos

“A tu amigo”, dijo. “A tu amigo”. Sonreía, le vi la lengua oscura, y se mojaba los labios.


Necesito dormir, oficial, necesito cerrar los ojos por un momento y apretar el mechero para dejar de temblar. Si no le importa, me lo quedo. Algo entre las manos, si no le importa, quédese con alguno de los que hay en la sala. Cualquiera, son todos míos. Los dejaron aquí en la fiesta, así que son míos. Coja el que le apetezca, hay uno en forma de arma. Ese le gustará, yo lo elegiría, pero me gusta el suyo. Azul, frío, pesado. Ya sé que es corriente, no me lo diga, pero pesa. Si supiera lo liviano que me siento. Voy a desprenderme de la tierra, así de liviano, relleno de gas.

Ya se lo he dicho, no sé quién era. Una más aquella madrugada. Esa fiesta de cumpleaños estaba espesa, no recuerdo bien ¿Algo fuera de lo normal? Todo. Había subido demasiada gente (sus manos no podían con el taza de café). Nadie preguntaba, en la neblina de tabaco, quién era quién. Cuando quedábamos los últimos a Karim le dio sueño y se retiró sin despedirse (temblaba el café, se derramó un poco). Se asomó a la sala y nos llamó un momento después. “Tienen que ver esto”. Philippe y yo lo seguimos. Siempre lo seguíamos ¿Ha visto el grosor de sus brazos? Los armarios temblequeaban en la cocina cuando sus pasos entraban por la puerta. Lo que queda de sus brazos… Lo seguimos hasta la puerta de su habitación, sabiendo lo que podíamos encontrar. Siempre nos mostraba el trofeo. Pero, ¡era tan pequeña! Tan frágil. Se había deslizado hasta su cama. La vimos allí dormida, completamente desnuda. Ondulaba al respirar. Pude sentir la punzada del tornasol de su piel en el paladar, antes de que Karim nos cerrara la puerta en las narices mientras se bajaba la bragueta.

No me dejaron dormir. Karim tenía el colchón en el piso, y yo escuchaba su parquet crujir. Me duele la cabeza ¿Podría apagar alguna luz? Se lo agradezco. Gracias, pero ya no fumo. Entonces sí fumé. Fumé escuchando los gemidos, y cada vez que estuve a punto de dormirme volvían a empezar con la misma intensidad. Pensé que estarían esnifando. Se escuchaba la música, y el canal porno, y las risas de ella.

Al mediodía, sentado a la mesa de la cocina mientras terminaba una botella de ron, me dí cuenta de que habían parado. Creo que comí algo, estaba masticando cuando escuché a Karim acercarse hasta la cocina. Entró tambaleándose. Se calentó el café que quedaba del día anterior, apenas podía levantar la taza. “Tronco”, me dijo buscando la botella de agua en la nevera. Me dijo algo más, “que hembra”, se bebió la botella, la llenó en el grifo y se la llevó consigo. Supuse que tendríamos un momento de calma y me metí en mi habitación. Pero escuché a la chica gimiendo otra vez, volvieron a empezar. Philippe dormía con pastillas, era habitual. Y yo intentaba dormir, soñando con ella. Me despertó un golpe. En los minutos en los que dormité se habían metido a la ducha. Follaban en la ducha y se cayeron, ese fue el golpe que me despertó. Pero… siguieron.

Unas horas en internet y no conté el tiempo. Luego de hacerme una paja, responder en los foros y buscar bestias en youtube, con los cascos puestos, conseguí pensar en otra cosa. La luz del pasillo parpadeó un par de veces debajo de mi puerta. Pensé que, siendo la tarde, Karim la habría despedido, acompañándola hasta la puerta y prometiendo una llamada. Me entraron ganas de orinar. Salí al pasillo. No había ningún sonido. En todo el edificio. Ningún televisor, ni los ladridos del perro del vecino, ni los coches de la calle. Nada. Fui al baño. Sé lo que pensará, a mí también me lo parece. Revisé la papelera buscando los condones. Pero no había nada. Escuché un sonido, que se apagaba, el único sonido que no era mío. En el baño los espejos confunden, lo sé, pero algo pasó son rapidez por el pasillo. Reptando. Lo vi por el espejo un segundo después de escuchar ese sonido. Salí del baño y vi la puerta de Karim entreabierta. Había luz, por eso la empujé. Debí haber tocado antes. En la habitación, las pruebas del bondage, esa práctica que a Karim lo mantenía empalmado, estaban a la vista. Anudadas las sábanas en un recorrido sinuoso, se habían repartido por toda la habitación. Creo que incluso se colgaron del armario ¿Tengo razón?

Allí estaba yo, hipnotizado, cuando me preguntó “¿Qué haces aquí?”. Era Karim, a mis espaldas, con cajas de pizzas y refrescos. Vi que tenía ojeras muy profundas y verdosas. Y trataba de explicarme mientras salía, cuando vi que la puerta de Philippe estaba abierta. “Pequeña”, dijo Karim. Desde la sala, avanzaba hacia nosotros ella. Estaba tragando algo, su cuello se movía. “¿Me esperabas?”. Ella asintió con la cabeza. Estaba desnuda y zigzagueaba mientras avanzaba. “¿Tienes hambre?” Ella dijo que no y empezó a empujarlo con el sexo hacia su habitación. Karim lo tomó a juego. “¿Y qué has comido, si se puede saber?”. Entonces, ella miró hacia la puerta de Philippe y dijo “A tu amigo”, y terminó de empujarlo, cerrando la puerta tras ella.

El rostro de Karim, antes de perderlo tras esa puerta. Su rostro. La estaba mirando. Algo estaba mirando. Lo vio, nos miramos, soltó las cajas y el refresco. Pero la puerta se cerró. Y empezaron los gritos ahogados. No sabía qué pensar ¿Qué hubiera hecho en mi lugar? La noche caía, la habitación de Philippe escupía oscuridad y en la de Karim el fragor de una lucha empezaba a silenciarse. Esa puerta nunca más se abrió, hasta que los llamé. Pero nunca la vi salir, no me importa lo que me diga, ella entró, y nunca más salió por esa puerta. Búsquela, volverá a tener hambre.

6 de noviembre de 2011

El Sádico

Empuja el marco de la puerta de un puntapié provocando el silencio inmediato en el aula. Podría utilizar las manos, como todo el mundo, es lo que piensan los que se sientan en las primeras filas. Pero las manos le cuelgan como horcas sin tensar a los costados del cuerpo, una lleva una tiza entre los dedos de una y en la otra sostiene un cigarrillo. Al estupor que anunció el inicio de esa hora le siguieron los rumores que los chavales sentados al final de cada fila se pasaban en hojas arrancadas de los libros. Él suelta el aire con desgano antes de llegar al escritorio, sin mirar a la clase suelta su sentencia:


- ¡Martínez! ¡Pase al frente!

Los uniformes se agitan y el rumor se eleva. Él da una calada mirando por la ventana, nadie se ha puesto de pie. Entonces mira a la clase.

- ¡Martínez! ¿No me ha oído?

Nadie responde, pero una mano del montón se levanta, al principio mostrando una palma por sobre las cabezas, y cuando él se fija en ella, elevándose hasta dejar a la vista el antebrazo completo.

- ¿Sí? ¿Martínez? –se prepara, dejando el cigarrillo con un temblor de sus dedos entre las tizas usadas que dormían en una cajita de cartón.

- Profesor Induráin –se eleva el chaval de la mano levantada, tragando saliva- no tenemos ningún Martínez…

Él le da una calada a la tiza, ignorando al interlocutor y mirando fijamente a otro chico que se sienta justo enfrente a su escritorio. Es un chico de cabellos engominados, nudo de corbata geométrico, zapatos lustrados a diario. Un chico que se esfuerza por ser el mejor en todo. Buen alumno, buen cristiano, buen compañero, buen líder. El chico tiene las mejillas muy rojas para la edad que está alcanzando, y asiente con la cabeza para dar autoridad a la verdad y restársela a él.

- Es verdad. No hay ningún Martínez –le dice cruzando las manos, con las mejillas aún más sonrosadas, esperando la siguiente orden.

- ¿Ah, no?- en ese gesto ha visto una manicura tallada en uñas muy blandas.

- No, profesor

- Pase al frente, joven

El chico se sobresalta, y el que levantó la mano con la ocurrencia de que no había ningún Martínez en esa clase los mira desde su sitio, bajando el brazo ante los codazos de los compañeros que lo rodean.

- Ya que está tan informado… -le pasa la tiza al muchacho, se guarda las manos en los bolsillos y mira a la clase levantando la barbilla- … calcúleme la cantidad de Martínez que asisten a este instituto… -mira al muchacho, que tiene gotas de sudor entre el rubor- y la probabilidad de que hoy no asistan a clase.

Cae la tarde y suena el silbato que deja salir a los adolescentes, entre carreras y robos de corbatas. Él es el último en salir por las grandes puertas de entrada al instituto. Enciende otro cigarrillo mientras espera en la acera. Poco a poco ésta se va despejando, algunos profesores jóvenes charlan en grupo en la esquina junto a la valla metálica. Le dedican algunas miradas. Y suena la bocina de un coche que se detiene cerca de él. Una mujer entrada en carnes como una diva de la ópera a punto de soltar un aria extiende una mano recargada de pulseras de colores hacia él, y le sonríe pestañeando. Él se acerca, encorvando la espalda para darle un beso en los labios que ella aspira. Y así, agachado e incómodo, ve las bolsas en el asiento de atrás. De una de las bolsas escapan un par de películas en alta definición. En una tapa hay una femme fatal con papada y látigo, embutida en corsé de charol. Con un suspiro, da la vuelta y entra en el coche. Nadie ha notado su rubor.

Pesadilla

Se mantienen volando alto y en círculos sobre la cañada que abre el horizonte. Sobre el tejido de la vegetación, más arriba donde el viento se hace plural, el grupo de garzas blancas es deslumbrado por el brillo metálico que las alcanza y les advierte de la presencia de algo, abajo, acechando. Son los prismáticos de un hombre, que suda y se espanta mosquitos de las pantorrillas que asoman de las bermudas, apoyado contra el tronco derribado de un centenario algarrobo cuyas raíces crujen al sol y cuyas ramas se pudren en el agua haciendo burbujas verdes. Lleva un sombrero de paja que se quita y con el que se apantalla mientras resopla e insiste con sus prismáticos. Se seca el sudor y escucha el latido en su yugular. Con tanto ruido ha espantado a los animales pequeños en metros a la redonda y en su retirada éstos han hecho que los no tan pequeños permanezcan en sus madrigueras. Las garzas no bajan a la cañada.


El hombre abandona la vigilancia del cielo y se sienta contra el tronco mientras mira la hora, su temperatura corporal y su ritmo cardíaco en el reloj pulsera. La corteza levantada del algarrobo como astillas se le clava en el espinazo haciendo chasquidos. Saca el repelente para insectos de su mochila y se pasa un gel aceitoso desde las rodillas hasta el comienzo de los calcetines que asoman un dedo por encima de los borceguíes. Los mosquitos retroceden para dejarlo hacer y se mantienen a distancia mientras el hombre relee las instrucciones de uso y la composición en la etiqueta del repelente. Levanta la vista para ver cómo el sendero por el que llegó hasta donde llegó empieza a difuminarse. Los pastos y su hojarasca, las ortigas, las enredaderas, las orquídeas, hasta las ramas que el último huracán desgajó de las alturas recuperan su sitio sobre sus huellas, como hacen los gusanos con la osamenta de un animal. El hombre consulta entonces una brújula en su reloj, acosado por los zumbidos. Y llega el grito.

Un grito ahogado por la maleza, pero que llega hasta él como en un sueño en el cual quien duerme a tu lado grita, y tú sueñas con el grito. El hombre se levanta y el grito se repite, con claridad. Como un filo que corta el aire y se clava en los nervios de la nuca, un escalofrío lo sorprende. El grito muere y él, un explorador urbano molestando al monte, tiembla cuando ve a lo lejos la maleza sacudirse. Usa sus prismáticos para confirmar lo que sus ojos, nublados por el calor, le descubren. Hay algo en la maleza sacudiéndose, pero sólo puede ver verde sobre verde, sobre seco. Los pájaros del lugar han levantado vuelo, como cuando un depredador ha cazado una cría de algo. Pero el grito era humano. Alguien, piensa el hombre, pide auxilio o está en peligro. Y sólo está él en metros, quizás kilómetros a la redonda para ayudar. Después de todo él tendrá su aventura. Decide acercarse.

Pero la cautela le aconseja acercarse despacio y sin delatar su movimiento. Por las dudas que lo que encuentre sea, sí, un puma o un jaguar. El calor confunde los sentidos, pudo ser un alarido y no un grito, se cuenta a sí mismo. Se acerca sin preocupaciones, anticipándose a lo que contará mañana en la primera gasolinera de regreso a la ciudad, recreándose en la elección de las palabras adecuadas mientras aparta con el mismo cuidado los matorrales a su paso, cuando unas gotas de sangre le alcanzan una mejilla. El hombre se detiene, pasándose la mano por el rostro para confirmar la humedad que se seca a gran velocidad. Está caliente. Se observa la mancha rojiza en la palma de la mano y mira a lo alto, a las copas de los árboles, buscando algún animal herido. El sol le molesta la visión: ha comenzado el atardecer y la luz se filtra entre el follaje, cuando la sombra de un hacha lo interrumpe lo justo para ver que es un hacha, que la empuña un nudo de nervios, que la descargan a gran velocidad y se vuelve a levantar. La misma hacha, su sombra, el mismo puño, la sangre que desprende y mancha las hojas, las espinas y las mejillas de los exploradores. De repente el hacha se detiene, alerta.

Entonces, el hombre se agacha entre la maleza. El silencio dura un segundo insoportable, y el hacha reanuda su trabajo. El hombre se convierte en un reptil que se anida en la maleza y abre con las manos ésta para contener la reproducción del grito que puso huevos en su nuca. Hay un brazo, unos dedos con las uñas rotas, un trozo de cuero cabelludo con el cabello pegado aún de él. Cuánta sangre tiene un ser humano dentro, es lo primero que el hombre piensa.

Y en cuántas partes puede separarse, lo segundo que consigue pensar. Hay un hacha que sigue su trabajo y le ofrece las respuestas a las preguntas que nunca se hizo. Un hacha en manos de lo que puede ser un hombre, o una sola mancha de sangre con forma humanoide, que se reproduce en las partes de lo que alguna vez fue un ser humano, lo que hasta hace unos minutos era un ser humano. Hasta el grito que cambió a todos los que alcanzó. Y a todo.

El hombre que fue explorador tiene náuseas y frío, no puede quitar la vista del espectáculo pero tampoco quedarse allí. Es parte de esas vísceras mientras permanezca agazapado junto a una lagartija inmóvil que lo mira por un ojo entre los ojos de telas de araña, pájaros, liebres, serpientes, árboles y sus cortezas centenarias. Retrocede deseando confundirse en la hojarasca, esa que se quiebra y cruje. Y lo delata. Cuando el hacha se detiene en lo alto, el hombre cae desde la visión de las garzas al corazón de la tierra. Todo lo arrastra, todos los elementos le susurran que está perdido. Porque el hacha se gira hacia él y lo adivina en la maleza.
Entonces el grito tiene descendencia, que pone en pie y echa a correr en las piernas del hombre que quiso explorar, tensa las pantorrillas de las que levantan vuelo con dificultad mosquitos como pequeñas bolsas de sangre, acelera los latidos del reloj pulsera y pierde entre la hojarasca delatora los prismáticos que devuelven el brillo del sol a las aves de rapiña que vuelan por encima de las garzas.

Hay nuevos gritos que se desbandan y llegan a sacudir las copas de los árboles más altos, donde esperan los buitres como asistentes indiferentes a las puertas de una nueva función. Mientras el sol se filtra por unos prismáticos que pulen sus rayos como un herrero el metal, hasta hacerlos cortantes y encender la hojarasca, que abrirá un grito en la maleza y se tragará el mundo antes de que caiga la noche.

2 de noviembre de 2011

Circular (cover)

El hombre apretó algo blandengue, y en seguida sintió el filo de la memoria. Se vio en los cristales, y al reconocerse con un juramento vio su mano que, comprimida sobre sí misma, le escondía las píldoras. No recordaba su nombre.
El hombre echó una veloz ojeada a su reflejo, donde las gotitas de sudor engrosaban dificultosamente, y buscó el reloj de la muñeca. La hora explicó la soledad de la medianoche, y él se hundió en su asiento; pero el tren frenó en seco, sacudiéndole las vértebras.

El hombre se miró en los ventanales, se limpió el sudor, y durante un instante contempló a su alrededor. Abrió la mano en la que apretaba unas pastillas azules, y comenzó a sentirse solo en el vagón. Apresuradamente se convenció de que la próxima estación era la suya y se levantó para salir al tiempo en que los pitidos de las puertas lo dejaran ciego.

El temblor en sus pies balbuceaba, tenía una sensación de vértigo al dar cada paso, y al reparar en los carteles indicadores del andén solitario notó, como un relámpago, que no recordaba cómo leer tanto como no recordaba esa estación. Caminaba con dificultad, esperando llegar a alguna salida en su andar, recordando que se bajó de un tren allí mismo hacía un tiempo incontable. Un cartel de color verde en el que una síntesis de un cuerpo humano corría, le arrancó un nuevo juramento.

Llegó por fin al vestíbulo y se apoyó sobre la pared junto a los tornos de salida. El motivo por el que estaba allí desaparecía ahora bajo la monstruosa agitación de su pecho. Ya no llevaba las píldoras consigo y la memoria estaba a punto de ceder. Quiso llamar por el interfono, y la voz que le respondió somnolienta se borroneó en un chillido metálico. El tiempo lo devoraba.

-¡Oiga! -se sujetó del apéndice amarillo pendiente de la pared, flotó en el pantano de su mente un nombre-. ¡Llame al Tomás!

La voz respondió llena de estática, que el hombre intentó descifrar. Pero no pudo rescatar palabra alguna.

-¡Hable claro, no entiendo! –golpeó al cacharro- ¡Llame al Tomás!

-¡No dañe la propiedad pública! –fue lo único, una protesta, lo que por fin comprendió.

-¡Salga de ahí y se lo explico! ¡Que alguien llame a Tomás!

La voz le respondió con más estática, y el interfono se apagó. El hombre tragó saliva y contó un par de segundos hasta no recordar cómo había llegado hasta allí. Apoyado con las dos manos sobre la pared de azulejos verdosos, como si estuviera a punto de ser requisado, solo escuchó las manecillas de su reloj.

-Bueno; esto se pone feo –murmuró entonces, regresando la vista a esos carteles jeroglíficos. Bajo el lustre de un cristal, un entramado colorido de líneas devenía para él en una trampa monstruosa.

El olvido acechante le dejaba aún retazos de una vida como tenues relampagueos y algunos nombres. Las arrugas de sus manos y un dolor en su cadera derecha le contaban la edad a la que había llegado. Cuando se retorció del esfuerzo, un fulminante pálpito le devolvió su nombre y se mantuvo medio minuto repitiéndolo, apoyado en la pared.

Pero el hombre no quería olvidar, y aprovechando una puertecilla lateral volvió a entrar y regresó al andén para subir en el primer tren que escuchó llegar. Sentose en el primer vagón y comenzó a prestar atención a la grabación que repetía los nombres de las estaciones. No le decían nada pero el nombre de la línea sí, Circular, y calculó que tarde o temprano lo llevaría hasta algún nombre que recordaría.

El tren, con indiferencia, llegó efectivamente a la mitad del recorrido contando las estaciones, sin que nadie subiera; pero entonces sus altavoces durmieron dejando caer al hombre de nuevo en la desesperación.

Se encontró hablando solo, un par de estaciones más tarde, en una lengua ininteligible. La lengua de los que hablan solos por la noche en un vagón desierto. Movía las manos, en franco debate con su reflejo. Y repetía un nombre que recordó como suyo. El hombre buscó entonces en un bolsillo de la camisa unas píldoras azules, y no las encontró. Pero las recordaba.

Los túneles del metro se le hacían ahora asfixiantes y temblaba entre estación y estación, rezando para salir de la oscuridad y volver a ver sus luces y sus pisos pulidos. Una voz rota de altavoz pareció regresar cuando el tren dejaba una de las estaciones más oscuras por las que se había detenido.

-¡Pío! –gritó tratando de ponerse de pie y llegando hasta la puerta en vano, sin testigos.

-¡Príncipe Pío! ¡Paren por favor! –clamó de nuevo golpeando las puertas cerradas herméticamente y por las que veía alejarse la salida al parque en el que recordó que paseaba a su Tosco por las noches antes de subir a tomar sus medicamentos. El hombre vaciló aún pero decidió bajarse en la siguiente estación con esperanzas de coger el de regreso a Príncipe Pío.

El tren corre allí saliendo a la superficie de un parque boscoso. La estación, a la intemperie, no está adecuada para las noches de invierno, cuando sopla el viento furioso por la cuenca del río cercano y congela las cerraduras. Un aroma agreste disimula su cercanía a la ciudad y algunos patos que emigran tarde vuelan bajo como visiones fantasmagóricas.

El tren se había alejado y desaparecido ya cuando el hombre, dubitativo en el andén, tuvo un violento escalofrío. Y de pronto, con asombro, recordó sin esfuerzos su nombre y hasta su apellido: se sentía de nuevo él. Las piernas le temblaban apenas, las palpitaciones disminuían, y en su pecho, libre ya, recordaba una cicatriz.

La memoria comenzaba a regresar, no había duda. Se hallaba casi bien, y aunque aún necesitaba fuerzas para recordar su portal, contaba la cantidad de veces que se había subido a una mora de niño. Calculó que llevaba unas tres horas deambulando en el transporte.

El bienestar avanzaba, y con él una somnolencia llena de recuerdos. No temía ya perderlos ¿Lo estaría esperando Tosco, ansioso de dar el paseo nocturno? Acaso llamara también a su antiguo camarada Tomás, y a su señora.

¿Demoraría el próximo tren? El frío le erizaba la nuca y la noche invernal amenazaba nevada. El cielo tenía una tonalidad violácea, por la humedad a punto de pincharse sobre la ciudad, iluminada hasta el insomnio. Una brisa acentuó el silencio de la estación. Los carteles titilaban el tiempo de espera en minutos dibujados con puntos.

Allá al fondo, los faros dorados del siguiente tren se acercaban velozmente. El hombre que lo esperaba se sentía cada vez mejor, y metía la mano derecha en su bolsillo sólo para tantear las llaves de su hogar, pensando entretanto el tiempo que había pasado sin ver a su camarada Tomás ¿Tres días? Tal vez no, no tanto ¿Dos días? Acaso ¿Dos tardes y media? Eso sí, seguramente.

De pronto sintió que estaba comenzando a sudar y le latía el pecho.

¿Qué sería? Y el temblor de sus pies…

A la señora de Tomás se la presentó una tarde su camarada, un domingo de fiesta… ¿Domingo? Sí, o sábado…

El hombre esperó a que el tren se detuviera y abriera sus puertas.

-Un sábado…

Y cesó de recordar.

1 de noviembre de 2011

Es mía

- A que paso los cables – anunció Erwin.
- No boludo, que la podés mandar al tren.
- ¡Dale pateá! ¡Seguro que llega!
- ¡Es nueva! – se quejó Luisito, estirando los brazos hacia Erwin reclamando la pelota para continuar el partido.
Era una pelota nueva, inflada y tensa, de color rojo. Aún brillaba y olía a goma, a regalo de Navidad recién abierto. Luisito se la mostró al resto de los chicos del barrio por la noche, entre los petardos que les rozaban las rodillas asomadas a los pantalones cortos. Y por eso lo vinieron a buscar por la mañana.
Por fin lo necesitaban, a ningún otro le habían regalado una pelota. Tal vez al Chuchin, pero era una pelota de basket, no contaba. Y a la luz del día esa esfera tan roja y aún suave fue el centro de las exclamaciones de admiración. Así que Luisito se sentía feliz, el rey del barrio, porque pudo elegir donde jugar un partido y quiénes jugarían en su bando. De ser el chico nuevo al que nadie invitaba a jugar a ser indispensable. Eligió al Ruso porque era rápido, al Bola porque atajó penales en el último partido y a Laurita, la única nena que jugaba al fútbol pateando tibias como nadie. En el otro bando quedaron el cabecita Maldonado, Andrés el indio, el pichi Juan y Erwin, el más alto de todos porque tenía dos años más que el resto y muy mala fama.
Fueron al descampado junto al último bloque, detrás de la escuela, junto a las vías. Los municipales lo habían cerrado con malla metálica argumentando motivos de seguridad ferrovial, pero los muchachos más grandes tardaron poco en hacerle una entrada con unas tenazas para ir a beber y fumar. Erwin conocía la entrada. Los padres siempre se quejaban de eso, profetizando alguna tragedia "un día de estos". Mientras por lo general madres, abuelas y vecinas se llevaban una mano al pecho. Pero no le temían tanto al tren como a la torre. Porque en un extremo del terreno de siete hectáreas estaba esa mole de metal, ese atlas elevando cables de alta tensión.
La torre fue el testigo en ese partido en el que Luisito y su equipo le metió dos golazos a la barrera marcada con ladrillos que defendía Erwin. Uno de chilena y otro con una jugada de tres pases. Y lo festejaban con carreras histéricas que levantaban polvareda y humillaban al otro bando. Tenían las caras sucias de sudor en el que se pega el polvo, después de una hora jugando sin detenerse, cuando en el tercer gol Erwin agarró el balón y lo observó muy de cerca, apuntando con él a la torre.
- ¡Probá al menos, a ver si llega!
- Seguro, el Rami la pateó alto y llegó al otro lado
- No vas a llegar
- ¿Seguimos jugando o qué?
Erwin miró la torre, y al balón que sostenía con los brazos extendidos, tomó impulso y le dio con el empeine de lleno.
- ¡No que es mía! – gritó Luisito
Y se disparó la esfera, como un cometa rojo, un meteorito que en vez de llegar a la Tierra se desprende de ella. La chiquillada contuvo la respiración. Alguien que pasaba por la calle se fijó en el cielo y vio por encima del horizonte, sobre el tejado de la escuela, una bola roja elevarse. Se elevó y se elevó, subió imparable. Hasta que justo cuando alcanzaba la cima hubo un guiño, una subida de tensión, y todas las leyes de electromagnetismo reclamaron la pelota para sí. Tocó el final de la torre, se deslizó haciendo equilibro en el borde de la viga más alta, y ahí se quedó. Inmóvil. Coronando la torre como una gema.
Los chicos se olieron el drama y escaparon, cada cual a su casa, a contárselo a algún mayor. Erwin se quedó ahí estático como la pelota, con el alma pegada a esa torre que se burló de sus ansias de gloria. Le pareció recordar algún sermón del catecismo, una historia de arcángeles y espadas de fuego  cruzadas ante la puerta del perdido Edén. Siguió observando a la pelota, esperando que una brisa la devolviera, mientras una bandada de pájaros se posaba en los cables a modo de custodia real. Se dio cuenta de que no estaba solo cuando un sollozo lo devolvió al terreno baldío para encontrarse con la mirada roja por el llanto de Luisito, que le llegaba a los hombros en realidad, pero a él le pareció que había crecido hasta superarlo en el mismo momento en que lo vió. Apretaba los puños y lo miraba contándole sin piedad todo lo que lo despreciaba. Erwin supo que si Luisito hubiera podido le habría arrancado el corazón. Rápido, empezó a buscar una disculpa o una amenaza, algo que le quitara tal odio de sus espaldas. Pero Luisito sólo tuvo una palabra para él antes de darle la espalda para siempre:
- Pelotudo