6 de noviembre de 2011

Pesadilla

Se mantienen volando alto y en círculos sobre la cañada que abre el horizonte. Sobre el tejido de la vegetación, más arriba donde el viento se hace plural, el grupo de garzas blancas es deslumbrado por el brillo metálico que las alcanza y les advierte de la presencia de algo, abajo, acechando. Son los prismáticos de un hombre, que suda y se espanta mosquitos de las pantorrillas que asoman de las bermudas, apoyado contra el tronco derribado de un centenario algarrobo cuyas raíces crujen al sol y cuyas ramas se pudren en el agua haciendo burbujas verdes. Lleva un sombrero de paja que se quita y con el que se apantalla mientras resopla e insiste con sus prismáticos. Se seca el sudor y escucha el latido en su yugular. Con tanto ruido ha espantado a los animales pequeños en metros a la redonda y en su retirada éstos han hecho que los no tan pequeños permanezcan en sus madrigueras. Las garzas no bajan a la cañada.


El hombre abandona la vigilancia del cielo y se sienta contra el tronco mientras mira la hora, su temperatura corporal y su ritmo cardíaco en el reloj pulsera. La corteza levantada del algarrobo como astillas se le clava en el espinazo haciendo chasquidos. Saca el repelente para insectos de su mochila y se pasa un gel aceitoso desde las rodillas hasta el comienzo de los calcetines que asoman un dedo por encima de los borceguíes. Los mosquitos retroceden para dejarlo hacer y se mantienen a distancia mientras el hombre relee las instrucciones de uso y la composición en la etiqueta del repelente. Levanta la vista para ver cómo el sendero por el que llegó hasta donde llegó empieza a difuminarse. Los pastos y su hojarasca, las ortigas, las enredaderas, las orquídeas, hasta las ramas que el último huracán desgajó de las alturas recuperan su sitio sobre sus huellas, como hacen los gusanos con la osamenta de un animal. El hombre consulta entonces una brújula en su reloj, acosado por los zumbidos. Y llega el grito.

Un grito ahogado por la maleza, pero que llega hasta él como en un sueño en el cual quien duerme a tu lado grita, y tú sueñas con el grito. El hombre se levanta y el grito se repite, con claridad. Como un filo que corta el aire y se clava en los nervios de la nuca, un escalofrío lo sorprende. El grito muere y él, un explorador urbano molestando al monte, tiembla cuando ve a lo lejos la maleza sacudirse. Usa sus prismáticos para confirmar lo que sus ojos, nublados por el calor, le descubren. Hay algo en la maleza sacudiéndose, pero sólo puede ver verde sobre verde, sobre seco. Los pájaros del lugar han levantado vuelo, como cuando un depredador ha cazado una cría de algo. Pero el grito era humano. Alguien, piensa el hombre, pide auxilio o está en peligro. Y sólo está él en metros, quizás kilómetros a la redonda para ayudar. Después de todo él tendrá su aventura. Decide acercarse.

Pero la cautela le aconseja acercarse despacio y sin delatar su movimiento. Por las dudas que lo que encuentre sea, sí, un puma o un jaguar. El calor confunde los sentidos, pudo ser un alarido y no un grito, se cuenta a sí mismo. Se acerca sin preocupaciones, anticipándose a lo que contará mañana en la primera gasolinera de regreso a la ciudad, recreándose en la elección de las palabras adecuadas mientras aparta con el mismo cuidado los matorrales a su paso, cuando unas gotas de sangre le alcanzan una mejilla. El hombre se detiene, pasándose la mano por el rostro para confirmar la humedad que se seca a gran velocidad. Está caliente. Se observa la mancha rojiza en la palma de la mano y mira a lo alto, a las copas de los árboles, buscando algún animal herido. El sol le molesta la visión: ha comenzado el atardecer y la luz se filtra entre el follaje, cuando la sombra de un hacha lo interrumpe lo justo para ver que es un hacha, que la empuña un nudo de nervios, que la descargan a gran velocidad y se vuelve a levantar. La misma hacha, su sombra, el mismo puño, la sangre que desprende y mancha las hojas, las espinas y las mejillas de los exploradores. De repente el hacha se detiene, alerta.

Entonces, el hombre se agacha entre la maleza. El silencio dura un segundo insoportable, y el hacha reanuda su trabajo. El hombre se convierte en un reptil que se anida en la maleza y abre con las manos ésta para contener la reproducción del grito que puso huevos en su nuca. Hay un brazo, unos dedos con las uñas rotas, un trozo de cuero cabelludo con el cabello pegado aún de él. Cuánta sangre tiene un ser humano dentro, es lo primero que el hombre piensa.

Y en cuántas partes puede separarse, lo segundo que consigue pensar. Hay un hacha que sigue su trabajo y le ofrece las respuestas a las preguntas que nunca se hizo. Un hacha en manos de lo que puede ser un hombre, o una sola mancha de sangre con forma humanoide, que se reproduce en las partes de lo que alguna vez fue un ser humano, lo que hasta hace unos minutos era un ser humano. Hasta el grito que cambió a todos los que alcanzó. Y a todo.

El hombre que fue explorador tiene náuseas y frío, no puede quitar la vista del espectáculo pero tampoco quedarse allí. Es parte de esas vísceras mientras permanezca agazapado junto a una lagartija inmóvil que lo mira por un ojo entre los ojos de telas de araña, pájaros, liebres, serpientes, árboles y sus cortezas centenarias. Retrocede deseando confundirse en la hojarasca, esa que se quiebra y cruje. Y lo delata. Cuando el hacha se detiene en lo alto, el hombre cae desde la visión de las garzas al corazón de la tierra. Todo lo arrastra, todos los elementos le susurran que está perdido. Porque el hacha se gira hacia él y lo adivina en la maleza.
Entonces el grito tiene descendencia, que pone en pie y echa a correr en las piernas del hombre que quiso explorar, tensa las pantorrillas de las que levantan vuelo con dificultad mosquitos como pequeñas bolsas de sangre, acelera los latidos del reloj pulsera y pierde entre la hojarasca delatora los prismáticos que devuelven el brillo del sol a las aves de rapiña que vuelan por encima de las garzas.

Hay nuevos gritos que se desbandan y llegan a sacudir las copas de los árboles más altos, donde esperan los buitres como asistentes indiferentes a las puertas de una nueva función. Mientras el sol se filtra por unos prismáticos que pulen sus rayos como un herrero el metal, hasta hacerlos cortantes y encender la hojarasca, que abrirá un grito en la maleza y se tragará el mundo antes de que caiga la noche.

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