11 de noviembre de 2011

Jemanjá. Parte 2

Me estoy desviando otra vez de tema.




La noche en que despedimos a las mujeres, esa noche en la que varios vecinos se acercaron a brindar porque alguien, uno de los nuestros, había ganado algo, Andrea intentó ponernos al día del funcionamiento de las llaves de agua, la caldera, la comida de su gato, el cuidado de la piscina y yo que sé cuántos detalles más cubiertos por la decoración de mantelitos de ganchillo. Aquella casa tenía los suelos y el falso techo en madera de pino. La enceraban y la lustraban de arriba a abajo una vez por semana, mezclando en la cera un poco de gamexane. Era la única manera de mantener a raya los bichos, cuya población aumentaba durante las estaciones de lluvia. Los bichos, decían, generalizando. La madre de Andrea nos señaló un sitio bajo el fregadero con todo lo necesario para mantener el brillo de los suelos justo antes de que llegara el hijo con un coche prestado para llevarlas a la estación de autobús. Cuando subían sus maletas un relámpago titiló en el sur, entre nubes gordas. Nos llegó esa brisa que sopla justo después de ver un relámpago o una descarga cuyo sonido no nos llega. Y recuerdo a Andrea, asomándose por la ventanilla del coche en marcha para darnos una última recomendación: que no tocáramos los barquitos.



Nos dejó allí, leyendo la patente del coche con cara de incógnita envuelta en la nube de polvo y oliendo el aceite mal quemado que dejó al acelerar ¿Los barquitos? Nos miramos preguntándonos si la habíamos escuchado bien, mientras los vecinos regresaban a sus casas con las manos en los bolsillos. Era medianoche, y cuando estuvimos solos en la casa quisimos festejar quitándonos el calor en la piscina, con unas latas de cerveza para brindar. Hicimos una carrera, despelotándonos por el camino, rozando las orquídeas y el poste del farol que parecía cubierto con un tul de mosquitos. Ya, ya sé que parecíamos una pareja a punto de echar un polvo en el agua. Pero entonces sabíamos de qué pie cojeaba cada uno. El barrio entero hablaba de nosotros, daban por echo que algo teníamos, ignorando que al verme las tetas Fito no me apuntaba más que con el lápiz con el que tomaba apuntes. Me utilizaba de figurín para probarme esos trajes bordados que salían de su cabeza de luchador de Sumo



Ahí estábamos, desnudos y haciendo burbujas tirándonos pedos en el agua, cuando empezó a llover por sorpresa y sin banda anunciante. Salimos del agua y terminamos otras cervezas bajo el toldo, sin saber que no volveríamos a meternos.



Porque llovió hasta la mañana siguiente, se detuvo al atardecer y se largó a llover otra vez por la noche. Así, dos días más. La piscina se desbordó y sobre el agua fueron cayendo las hojas de los árboles que el viento sacudía cerca del farol. Desde el umbral del patio, mirábamos el jardín anegado y volvíamos a sentarnos por horas frente al televisor. Era la semana de la moda en alguna ciudad muy lejos de aquella lluvia espesa, y llegué a reconocer un Oscar de la Renta de un Carolina Herrera. Fito se olvidó de la piscina, trajo un bloc de hojas robado de la Subsecretaría de Cultura a donde iba siempre a pedir hilo y aguja y en unos días la sala de ganchillo desapareció debajo de cientos de bocetos de vestidos y zapatos. Obcecado y frustrado como estaba, no me escuchó cuando le dije que unas hormigas negras aparecieron por el desagüe del fregadero. Ni cuando le dije que las babosas y los caracoles nos invadían desde la puerta del jardín. Y mucho menos cuando grité en la ducha porque me cayó del techo un alacrán hambriento (¿que cuándo está hambriento? Cuanto más oscuro tiene el aguijón, más días lleva sin probar bocado, y este cayó entre mis piernas y vino derecho hacia mí sin amedrentarse porque yo fuera doscientas veces más grande que él y empuñara el envase de champú con el que lo aplasté)

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