13 de noviembre de 2011

El hombre de aceite y su bronceador caducado

El avión dio un brinco, y algunos obedecieron la señal luminosa cerrándose los cinturones. Un segundo brinco, y los que estaban cabeceando una siesta se despabilaron, se escucharon voces nerviosas. Enseguida vino el tercero, más violento y parecido a una sacudida, y la azafata con el carrito tuvo que sujetarse a él. Entonces, el avión inclinó el morro apuntando a tierra y las mujeres comenzaron a gritar. El sol entraba por unas ventanillas y por otras, los estómagos subían y bajaban. Un sonido histérico que se aceleraba, proveniente de una de la turbinas, anunció la caída de las mascarillas de oxígeno por sobre las cabezas de todos. Y mientras una voz aseguraba ser algo como un comandante y pedía calma llamando a la tripulación a sus puestos de emergencia, Dimitri, sentado en el 33D, lo observaba todo. Cualquiera que en ese momento tuviera el coraje de observar la tragedia como si estuviera detrás de una vitrina hubiera coincidido con este narrador. Dimitri, sentado con los brazos descansados en cada lado, los labios cerrados, el cinturón de seguridad ajustado a su barriga y la vista al frente, era la imagen del estoicismo frente al pánico. Nadie reparaba en él, estaba solo en esa fila de asientos, no tenía testigos.


Pero Dimitri sudaba. Llevaba sudando desde el primer momento en que llegó al aeropuerto, leyendo las pantallas de información, despachando el equipaje, preguntando a esa muchacha de moño tirante porque no entendía bien el inglés de los altavoces (la muchacha era amable, sólo una vez le miró el rostro surcado por gotas de sudor aceitoso y lo relacionó con la edad de ese hombre bronceado hasta en la coronilla que asomaba bajo el cabello blanco). Varias veces tuvo que recurrir al pañuelo para secarse la frente, el cuello, la barbilla. Y antes de hacer la fila de los controles de seguridad, se metió en el baño a secarse las axilas con papel.

- Me van a pillar –se dijo mirándose al espejo. Pero en ese momento corrió el agua detrás de una de las puertas y Dimitri recordó que los baños de los aeropuertos siempre están silenciosos cuando hay alguien escuchando lo que no debe.

De regreso a la fila de control, contó las personas que pasaban por delante de él. Cuatro. Y cuando le llegó el turno se mostró solícito y sumiso. Se quitó el cinturón, el reloj, los anillos, el pendiente. Arrojó las monedas sobre la bandeja con sus pertenencias, estaba empezando a sudar nuevamente, y el oficial que le daba las órdenes era guapo y le guiñó un ojo. Pasó el escáner y sonrió al joven coqueto, y este lo dejó ir sin registrarlo. Si tan sólo me gustaran los asiáticos, pensó Dimitri, mientras se alejaba mirándose en los escaparates. Y sonrió al comprobar que el bronceado seguía allí, que no había sido un espejismo, que no quedaba nada de su origen excepto el nombre. Y que tenía por fin la clave para tomar color, después de años de intentarlo.

Mientras el avión seguía en su emergencia, Dimitri luchaba contra las imágenes de una vida que no quería ver pasar delante de sus ojos. Apretaba los puños sobre el apoyabrazos. Bielorrusia, inviernos larguísimos en esos barrios cuadriculados que construía el gobierno, su madre quemando una silla en el salón para poder calentar la leche. Sudaba sin parar tratando de purgar el virus del recuerdo. Vio cómo una mujer mayor vomitaba sobre su falda, dos asientos adelante, y trató de concentrarse en ese vómito. Pero recordó un guiso tibio de pichones de paloma y patatas, y entonces quiso vomitar él también.

El avión levantó el morro. Dimitri se agachó lo que le permitió el cinturón, dispuesto a largar el último desayuno inglés del hotel, cuando notó su pantalón manchado en los tobillos. Así recordó que se había guardado el tubo del bronceador, la clave de su color americano, en el calcetín. Las sacudidas cesaron mientras Dimitri, doblado en sí mismo, pudo pensar con una sonrisa en su casa de Alicante, su decoración pop, su peluquería, sus sesiones de sauna, su manicura. Y su bronceado. Siguió sudando y empapando las axilas, mientras la voz de los altoparlantes anunciaba un aterrizaje de emergencia, en Minsk, que Dimitri no escuchó.

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