El hombre apretó algo blandengue, y en seguida sintió el filo de la memoria. Se vio en los cristales, y al reconocerse con un juramento vio su mano que, comprimida sobre sí misma, le escondía las píldoras. No recordaba su nombre.
El hombre echó una veloz ojeada a su reflejo, donde las gotitas de sudor engrosaban dificultosamente, y buscó el reloj de la muñeca. La hora explicó la soledad de la medianoche, y él se hundió en su asiento; pero el tren frenó en seco, sacudiéndole las vértebras.
El hombre se miró en los ventanales, se limpió el sudor, y durante un instante contempló a su alrededor. Abrió la mano en la que apretaba unas pastillas azules, y comenzó a sentirse solo en el vagón. Apresuradamente se convenció de que la próxima estación era la suya y se levantó para salir al tiempo en que los pitidos de las puertas lo dejaran ciego.
El temblor en sus pies balbuceaba, tenía una sensación de vértigo al dar cada paso, y al reparar en los carteles indicadores del andén solitario notó, como un relámpago, que no recordaba cómo leer tanto como no recordaba esa estación. Caminaba con dificultad, esperando llegar a alguna salida en su andar, recordando que se bajó de un tren allí mismo hacía un tiempo incontable. Un cartel de color verde en el que una síntesis de un cuerpo humano corría, le arrancó un nuevo juramento.
Llegó por fin al vestíbulo y se apoyó sobre la pared junto a los tornos de salida. El motivo por el que estaba allí desaparecía ahora bajo la monstruosa agitación de su pecho. Ya no llevaba las píldoras consigo y la memoria estaba a punto de ceder. Quiso llamar por el interfono, y la voz que le respondió somnolienta se borroneó en un chillido metálico. El tiempo lo devoraba.
-¡Oiga! -se sujetó del apéndice amarillo pendiente de la pared, flotó en el pantano de su mente un nombre-. ¡Llame al Tomás!
La voz respondió llena de estática, que el hombre intentó descifrar. Pero no pudo rescatar palabra alguna.
-¡Hable claro, no entiendo! –golpeó al cacharro- ¡Llame al Tomás!
-¡No dañe la propiedad pública! –fue lo único, una protesta, lo que por fin comprendió.
-¡Salga de ahí y se lo explico! ¡Que alguien llame a Tomás!
La voz le respondió con más estática, y el interfono se apagó. El hombre tragó saliva y contó un par de segundos hasta no recordar cómo había llegado hasta allí. Apoyado con las dos manos sobre la pared de azulejos verdosos, como si estuviera a punto de ser requisado, solo escuchó las manecillas de su reloj.
-Bueno; esto se pone feo –murmuró entonces, regresando la vista a esos carteles jeroglíficos. Bajo el lustre de un cristal, un entramado colorido de líneas devenía para él en una trampa monstruosa.
El olvido acechante le dejaba aún retazos de una vida como tenues relampagueos y algunos nombres. Las arrugas de sus manos y un dolor en su cadera derecha le contaban la edad a la que había llegado. Cuando se retorció del esfuerzo, un fulminante pálpito le devolvió su nombre y se mantuvo medio minuto repitiéndolo, apoyado en la pared.
Pero el hombre no quería olvidar, y aprovechando una puertecilla lateral volvió a entrar y regresó al andén para subir en el primer tren que escuchó llegar. Sentose en el primer vagón y comenzó a prestar atención a la grabación que repetía los nombres de las estaciones. No le decían nada pero el nombre de la línea sí, Circular, y calculó que tarde o temprano lo llevaría hasta algún nombre que recordaría.
El tren, con indiferencia, llegó efectivamente a la mitad del recorrido contando las estaciones, sin que nadie subiera; pero entonces sus altavoces durmieron dejando caer al hombre de nuevo en la desesperación.
Se encontró hablando solo, un par de estaciones más tarde, en una lengua ininteligible. La lengua de los que hablan solos por la noche en un vagón desierto. Movía las manos, en franco debate con su reflejo. Y repetía un nombre que recordó como suyo. El hombre buscó entonces en un bolsillo de la camisa unas píldoras azules, y no las encontró. Pero las recordaba.
Los túneles del metro se le hacían ahora asfixiantes y temblaba entre estación y estación, rezando para salir de la oscuridad y volver a ver sus luces y sus pisos pulidos. Una voz rota de altavoz pareció regresar cuando el tren dejaba una de las estaciones más oscuras por las que se había detenido.
-¡Pío! –gritó tratando de ponerse de pie y llegando hasta la puerta en vano, sin testigos.
-¡Príncipe Pío! ¡Paren por favor! –clamó de nuevo golpeando las puertas cerradas herméticamente y por las que veía alejarse la salida al parque en el que recordó que paseaba a su Tosco por las noches antes de subir a tomar sus medicamentos. El hombre vaciló aún pero decidió bajarse en la siguiente estación con esperanzas de coger el de regreso a Príncipe Pío.
El tren corre allí saliendo a la superficie de un parque boscoso. La estación, a la intemperie, no está adecuada para las noches de invierno, cuando sopla el viento furioso por la cuenca del río cercano y congela las cerraduras. Un aroma agreste disimula su cercanía a la ciudad y algunos patos que emigran tarde vuelan bajo como visiones fantasmagóricas.
El tren se había alejado y desaparecido ya cuando el hombre, dubitativo en el andén, tuvo un violento escalofrío. Y de pronto, con asombro, recordó sin esfuerzos su nombre y hasta su apellido: se sentía de nuevo él. Las piernas le temblaban apenas, las palpitaciones disminuían, y en su pecho, libre ya, recordaba una cicatriz.
La memoria comenzaba a regresar, no había duda. Se hallaba casi bien, y aunque aún necesitaba fuerzas para recordar su portal, contaba la cantidad de veces que se había subido a una mora de niño. Calculó que llevaba unas tres horas deambulando en el transporte.
El bienestar avanzaba, y con él una somnolencia llena de recuerdos. No temía ya perderlos ¿Lo estaría esperando Tosco, ansioso de dar el paseo nocturno? Acaso llamara también a su antiguo camarada Tomás, y a su señora.
¿Demoraría el próximo tren? El frío le erizaba la nuca y la noche invernal amenazaba nevada. El cielo tenía una tonalidad violácea, por la humedad a punto de pincharse sobre la ciudad, iluminada hasta el insomnio. Una brisa acentuó el silencio de la estación. Los carteles titilaban el tiempo de espera en minutos dibujados con puntos.
Allá al fondo, los faros dorados del siguiente tren se acercaban velozmente. El hombre que lo esperaba se sentía cada vez mejor, y metía la mano derecha en su bolsillo sólo para tantear las llaves de su hogar, pensando entretanto el tiempo que había pasado sin ver a su camarada Tomás ¿Tres días? Tal vez no, no tanto ¿Dos días? Acaso ¿Dos tardes y media? Eso sí, seguramente.
De pronto sintió que estaba comenzando a sudar y le latía el pecho.
¿Qué sería? Y el temblor de sus pies…
A la señora de Tomás se la presentó una tarde su camarada, un domingo de fiesta… ¿Domingo? Sí, o sábado…
El hombre esperó a que el tren se detuviera y abriera sus puertas.
-Un sábado…
Y cesó de recordar.
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