Empuja el marco de la puerta de un puntapié provocando el silencio inmediato en el aula. Podría utilizar las manos, como todo el mundo, es lo que piensan los que se sientan en las primeras filas. Pero las manos le cuelgan como horcas sin tensar a los costados del cuerpo, una lleva una tiza entre los dedos de una y en la otra sostiene un cigarrillo. Al estupor que anunció el inicio de esa hora le siguieron los rumores que los chavales sentados al final de cada fila se pasaban en hojas arrancadas de los libros. Él suelta el aire con desgano antes de llegar al escritorio, sin mirar a la clase suelta su sentencia:
- ¡Martínez! ¡Pase al frente!
Los uniformes se agitan y el rumor se eleva. Él da una calada mirando por la ventana, nadie se ha puesto de pie. Entonces mira a la clase.
- ¡Martínez! ¿No me ha oído?
Nadie responde, pero una mano del montón se levanta, al principio mostrando una palma por sobre las cabezas, y cuando él se fija en ella, elevándose hasta dejar a la vista el antebrazo completo.
- ¿Sí? ¿Martínez? –se prepara, dejando el cigarrillo con un temblor de sus dedos entre las tizas usadas que dormían en una cajita de cartón.
- Profesor Induráin –se eleva el chaval de la mano levantada, tragando saliva- no tenemos ningún Martínez…
Él le da una calada a la tiza, ignorando al interlocutor y mirando fijamente a otro chico que se sienta justo enfrente a su escritorio. Es un chico de cabellos engominados, nudo de corbata geométrico, zapatos lustrados a diario. Un chico que se esfuerza por ser el mejor en todo. Buen alumno, buen cristiano, buen compañero, buen líder. El chico tiene las mejillas muy rojas para la edad que está alcanzando, y asiente con la cabeza para dar autoridad a la verdad y restársela a él.
- Es verdad. No hay ningún Martínez –le dice cruzando las manos, con las mejillas aún más sonrosadas, esperando la siguiente orden.
- ¿Ah, no?- en ese gesto ha visto una manicura tallada en uñas muy blandas.
- No, profesor
- Pase al frente, joven
El chico se sobresalta, y el que levantó la mano con la ocurrencia de que no había ningún Martínez en esa clase los mira desde su sitio, bajando el brazo ante los codazos de los compañeros que lo rodean.
- Ya que está tan informado… -le pasa la tiza al muchacho, se guarda las manos en los bolsillos y mira a la clase levantando la barbilla- … calcúleme la cantidad de Martínez que asisten a este instituto… -mira al muchacho, que tiene gotas de sudor entre el rubor- y la probabilidad de que hoy no asistan a clase.
Cae la tarde y suena el silbato que deja salir a los adolescentes, entre carreras y robos de corbatas. Él es el último en salir por las grandes puertas de entrada al instituto. Enciende otro cigarrillo mientras espera en la acera. Poco a poco ésta se va despejando, algunos profesores jóvenes charlan en grupo en la esquina junto a la valla metálica. Le dedican algunas miradas. Y suena la bocina de un coche que se detiene cerca de él. Una mujer entrada en carnes como una diva de la ópera a punto de soltar un aria extiende una mano recargada de pulseras de colores hacia él, y le sonríe pestañeando. Él se acerca, encorvando la espalda para darle un beso en los labios que ella aspira. Y así, agachado e incómodo, ve las bolsas en el asiento de atrás. De una de las bolsas escapan un par de películas en alta definición. En una tapa hay una femme fatal con papada y látigo, embutida en corsé de charol. Con un suspiro, da la vuelta y entra en el coche. Nadie ha notado su rubor.
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