La noche del tercer día de nuestras vacaciones, seguía lloviendo. Le había dado de comer al gato de Andrea su ración de hígado, mientras terminaba de hervir nuestra ración para hacer el paté de la cena. El hígado era la única carne que podíamos comprar con una moneda y probamos hacerlo de varias maneras, descubriendo que podíamos hacer paté. Esperaba que el hígado troceado terminara de ablandarse, sentada frente al televisor. Había seres andróginos desfilando para un japonés al que le gustaba el metal. Parecían armaduras deformes, era imposible determinar por dónde habían metido a las personas en ellas. Lo adivinábamos desde el sofá cuando una sombra pasó aleteando cerca de mi cabeza, por la frente de Fito, por entre los bocetos de la mesa auxiliar, y se posó sobre la pantalla del televisor. Una cucaracha de agua, ruidosa, vestía a esos figurines de negro. Aleteaba y nos provocaba con sus patas cubiertas de pelillos. Fito, que calzaba cuarenta y ocho en esos borceguíes militares que consiguió de una donación venida de la ONU, no dudó un segundo en quitarse uno y arrojarlo, al tiempo en que yo saltaba para detenerlo (era el televisor de Andrea). Me dio de lleno en las tripas, lo sentí. Sentí mi estómago meterse hacia dentro y rebotar entre los líquidos. Hizo plop, plop, quitándome el aire. Me sostuve a duras penas, pillando un par de papeles para hacer un rollo y llegar a darle, aún, a la cucaracha de la pantalla. Le dí, la tiré al suelo, y allí la pisé escuchando cómo crujía. Me senté en las baldosas, mientras Fito se deshacía en disculpas llevándose sus manos pequeñas y regordetas a la boca. Se acercó a mí para ayudarme a respirar, y vio entre mis manos el rollo de papel con el que vencí a la cucaracha.
¡Válgame Dios! Mejor hubiera sido dejar que destrozara el televisor. Sus sentimientos, tan a flor de piel, descargaron otra tormenta aquella noche, porque había utilizado su obra maestra para matar un bicho ¡Una bicho repugnante! La cucaracha y yo estábamos allí, escuchando sus acusaciones. Ella reventada y yo sin aire. La piscina la había conseguido él, decía. Mi comida era insípida, se quejaba. ¡Y por qué mierda no paraba de llover! Agitaba los brazos, sudando y señalándome con el dedo. Y no sé qué opinarán otros, qué hubieran hecho en mi lugar, a mí me pareció demasiado. Estaba al borde de la histeria. Una amistad también tiene esos momentos. Yo también estaba harta del paté y de la lluvia y de un lujo (una piscina de plástico) del que no podía disfrutar. Y lo mandé al carajo.
Me levanté dispuesta a marcharme en mitad de la noche, la lluvia y sus repentinas súplicas (porque así era, cuando se daba cuenta de que me tenía harta cambiaba de actitud en un pestañeo). Y abrí la puerta de aquella casa para irme, en el momento en que cayó un rayo y tuvimos un apagón. De todas maneras, los relámpagos eran tan seguidos que podía ver el camino a mi casa. Lo que no pude fue imaginar el estado de esas calles. Tanta agua las había convertido en rápidos que desembocaban en el canal que antes había sido un río que se desbordaba en las primaveras. El agua corría y saltaba, se arremolinaba en las bocas de tormenta, borbotaba en las de cloaca, llevando barquitos iluminados.
Sí, lo recuerdo bien, barquitos. Cientos de ellos. Primero vimos las luces de las velas que llevaban, protegidas por hojas de palmera. Una procesión de luces que chocaban entre sí, se hundían en un remolino, doblaban y se unían a otras en las esquinas. Cada relámpago los difuminaba, pero con la oscuridad volvíamos a verlos. Hechos con botellas de plástico, cartones, corcho. Llevaban semillas, fruta, cartas que la lluvia borraba. Y las velas encendidas, claro. Venían de las calles apartadas del barrio, las calles del asentamiento de gente expulsada del campo, que el gobierno no pudo echar a palos. Pero entonces vimos al dueño del kiosko, un señor que estuvo con nosotros la noche en que despedimos a Andrea y que contaba de sus viajes por el mundo, saliendo de su casa con uno hecho de una bandeja descartable, de esas de cotillón para niños. Bajó a la calle y se detuvo ante la corriente. Estábamos a unos pasos, no pude escuchar bien. Decía algo como una plegaria y luego, como si no notara la lluvia que lo empapaba, dejó con lentitud la bandeja con su cargamento en la corriente. La observó alejarse, danzando su luz con el viento, y juntó las manos junto al pecho antes de darse media vuelta y regresar a su puerta. Vio a Fito iluminado por otro relámpago y a mí detrás. Sus palabras sonaron a truenos.
Aquella noche cenamos en penumbras, con el gato en mi regazo, mientras el estruendo daba paso a la lluvia sumisa.
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