4 de febrero de 2012

Lo que puede pasarte con un libro de poesía

Que resulta que abres la primera página y voilà, un matra. Que te desactiva al oído y tú tan campante te metes en el último tren del metro al filo del último tramo de la medianoche. Y están todos ahí, los vagones no se vacían para ti y te apretan contra la humanidad. Viajas y cuentas las sílabas. Hu. ma. Ni.Dad.Mientras una chica de trenzas se despide en la mirada de un calvo al que le cierran las puertas tras el silbato. Y está la limpiadora de oficinas, el cocinero, las muchas parejas de enamorados y las de cachondos buscando esquina. Y piensas que es mejor ser una muñeca que lia porros porque no es necesario pensar. Falta el aire y te bajas sin contar las estaciones que faltan, pero sólo lo descubres cuando al final de las escaleras la noche de febrero tensa la película de la piel de tu rostro. No importa, caminas igual, estamos en Madrid coño.
Madrid de noche. No una noche cualquiera: una noche de febrero en la que llevas un libro de poesia en tu abrigo y te aferras a él como a la esperanza, mientras el viento amenaza con quitarte el sombrero. Pero sigues sintiendo que estás a salvo, tras los contenedores y las cajas de cartón apiladas. A las puertas del bar Kalcos se reúnen los pingüinos de las últimas copas y los cigarros. Llegas al parque en el que el agua de los aspersores sigue congelada con su arco iris y ya no sientes frío. Te sientas en un banco esperando el bautismo del rocío. "Mi voz está vacía / quieta casi frontera / es tuya si la quieres / tuya si la quisieras..."

Ya no sientes frío.

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