9 de febrero de 2012

Réplica

Era el hijo perdido e irrecuperable. Era un despertar helado, un destino de anciano triste. Y ya no tenía un Dios que se conmueva ante su herida. El mundo le llegaba como esa fiesta que se escucha desde el retrete apestoso en el que se encierra uno para vomitar. Y lo único que quería escuchar era la esperanza, la promesa de que su niño le sería devuelto.
No un Dios, sino otro hombre como él, se apiadó y le susurró un mantra, aquella tarde frente al portal. Sólo los hombres podemos apiadarnos de los hombres. Repítelo y tu hijo te será devuelto. Es imposible  reclamarle un niño a la muerte. Protestó por la ofrenda. Confía, dijo el extraño mientras se alejaba. Y él, suspendido con las llaves en la mano derecha, sintió el viento de enero colándose entre el cuello del abrigo, sin opciones. Y subió jadeando hasta la última habitación en donde tantas otras tardes se encontraba con un punto y aparte de su vida anterior.
Comenzó entonces con la primera palabra. Y se sintió ridículo. Fijó la vista en un hoyo microscópico, un ombligo diminuto en la pared. Podía ser su imaginación, y tiró de la segunda palabra. Para la tercera soltó una risa nerviosa. Qué dirían los vecinos, por fin se ha vuelto loco y habla solo en un idioma inventado. Ni siquiera sabía lo que significaba. Pensó en el hijo y en la convicción con la que éste hablaba en una lengua inventada cuando era un bebé. Él sabía lo que decía, y hablaba y reía mostrando los primeros dientes. Entonces terminó el mantra pero ya estaba empezando otra vez. Siguió otra réplica, sonriendo con todos sus dientes al niño crédulo. Creyó en el hijo y lo reclamó.
El bucle siguió su ritmo. Del hoyo creció una espiral de sílabas, el paladar chasqueaba en cada repetición. No se encendió una sola luz en todo el piso. Y él era el hijo que creía en sus palabras, el que reía histérico, o bostezaba sin dejar de hablarle al mundo, el que era padre aún. Y era padre de todos los hijos de este mundo que se inventaban un idioma. Era el hijo de todos los hijos que lloran una pérdida. Era el hijo que aún era amado. Era aún el amor, siempre presente. Era el que amaba a ese niño, y a todos, y siempre lo había hecho. La ilusión no era el amor por un ser, la ilusión era el amor por un único ser. El niño no se había marchado. Caminaba junto a él, en él.
Repetición tras repetición. Hasta que sonó el teléfono. Se le habían dormido las piernas pero pudo ponerse en pie. Al responder, la voz de un niño dijo su nombre
¿Eres tú?

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