- A que paso los cables – anunció Erwin.
- No boludo, que la podés mandar al tren.
- ¡Dale pateá! ¡Seguro que llega!
- ¡Es nueva! – se quejó Luisito, estirando los brazos hacia Erwin reclamando la pelota para continuar el partido.
Era una pelota nueva, inflada y tensa, de color rojo. Aún brillaba y olía a goma, a regalo de Navidad recién abierto. Luisito se la mostró al resto de los chicos del barrio por la noche, entre los petardos que les rozaban las rodillas asomadas a los pantalones cortos. Y por eso lo vinieron a buscar por la mañana.
Por fin lo necesitaban, a ningún otro le habían regalado una pelota. Tal vez al Chuchin, pero era una pelota de basket, no contaba. Y a la luz del día esa esfera tan roja y aún suave fue el centro de las exclamaciones de admiración. Así que Luisito se sentía feliz, el rey del barrio, porque pudo elegir donde jugar un partido y quiénes jugarían en su bando. De ser el chico nuevo al que nadie invitaba a jugar a ser indispensable. Eligió al Ruso porque era rápido, al Bola porque atajó penales en el último partido y a Laurita, la única nena que jugaba al fútbol pateando tibias como nadie. En el otro bando quedaron el cabecita Maldonado, Andrés el indio, el pichi Juan y Erwin, el más alto de todos porque tenía dos años más que el resto y muy mala fama.
Fueron al descampado junto al último bloque, detrás de la escuela, junto a las vías. Los municipales lo habían cerrado con malla metálica argumentando motivos de seguridad ferrovial, pero los muchachos más grandes tardaron poco en hacerle una entrada con unas tenazas para ir a beber y fumar. Erwin conocía la entrada. Los padres siempre se quejaban de eso, profetizando alguna tragedia "un día de estos". Mientras por lo general madres, abuelas y vecinas se llevaban una mano al pecho. Pero no le temían tanto al tren como a la torre. Porque en un extremo del terreno de siete hectáreas estaba esa mole de metal, ese atlas elevando cables de alta tensión.
La torre fue el testigo en ese partido en el que Luisito y su equipo le metió dos golazos a la barrera marcada con ladrillos que defendía Erwin. Uno de chilena y otro con una jugada de tres pases. Y lo festejaban con carreras histéricas que levantaban polvareda y humillaban al otro bando. Tenían las caras sucias de sudor en el que se pega el polvo, después de una hora jugando sin detenerse, cuando en el tercer gol Erwin agarró el balón y lo observó muy de cerca, apuntando con él a la torre.
- ¡Probá al menos, a ver si llega!
- Seguro, el Rami la pateó alto y llegó al otro lado
- No vas a llegar
- ¿Seguimos jugando o qué?
Erwin miró la torre, y al balón que sostenía con los brazos extendidos, tomó impulso y le dio con el empeine de lleno.
- ¡No que es mía! – gritó Luisito
Y se disparó la esfera, como un cometa rojo, un meteorito que en vez de llegar a la Tierra se desprende de ella. La chiquillada contuvo la respiración. Alguien que pasaba por la calle se fijó en el cielo y vio por encima del horizonte, sobre el tejado de la escuela, una bola roja elevarse. Se elevó y se elevó, subió imparable. Hasta que justo cuando alcanzaba la cima hubo un guiño, una subida de tensión, y todas las leyes de electromagnetismo reclamaron la pelota para sí. Tocó el final de la torre, se deslizó haciendo equilibro en el borde de la viga más alta, y ahí se quedó. Inmóvil. Coronando la torre como una gema.
Los chicos se olieron el drama y escaparon, cada cual a su casa, a contárselo a algún mayor. Erwin se quedó ahí estático como la pelota, con el alma pegada a esa torre que se burló de sus ansias de gloria. Le pareció recordar algún sermón del catecismo, una historia de arcángeles y espadas de fuego cruzadas ante la puerta del perdido Edén. Siguió observando a la pelota, esperando que una brisa la devolviera, mientras una bandada de pájaros se posaba en los cables a modo de custodia real. Se dio cuenta de que no estaba solo cuando un sollozo lo devolvió al terreno baldío para encontrarse con la mirada roja por el llanto de Luisito, que le llegaba a los hombros en realidad, pero a él le pareció que había crecido hasta superarlo en el mismo momento en que lo vió. Apretaba los puños y lo miraba contándole sin piedad todo lo que lo despreciaba. Erwin supo que si Luisito hubiera podido le habría arrancado el corazón. Rápido, empezó a buscar una disculpa o una amenaza, algo que le quitara tal odio de sus espaldas. Pero Luisito sólo tuvo una palabra para él antes de darle la espalda para siempre:
- Pelotudo
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