12 de enero de 2012

La Condicional

Una vez fuera, dejo pasar el autobús que me lleva al centro. El guardia de la caseta de entrada me mira pero no apunta el detalle. Quiero aprovechar y caminar en línea recta, o haciendo un zig-zag, para borrar de mis piernas la caminata en círculo de todos los días. Por fin aire fresco. Es la hora de la tarde en la que el mundo parece el fondo de una pecera y yo creo que en una vida pasada he sido un pez. Empecé a creer en vidas pasadas porque acaricio la idea de una vida futura. De muchas vidas, otras. Hasta tener una en la que seré feliz. Me recreo en los detalles de esa vida, en otro tiempo, mientras me acerco a las luces navideñas que me indican que llevo horas caminando y llego a la zona comercial que, como yo, hoy no dormirá. Porque hay un VIP's con una oferta de tortitas de nata, el camarero reconoce que la oferta sigue vigente cuando le doy el vale promocional. Ramírez me lo alcanzó porque en su última salida se lo dieron y él es celíaco. Esa es su mayor condena, asegura.
La larga caminata me hormiguea en las pantorrillas mientras me quito el hambre con ocho tortitas. También me dejan sirope de caramelo y mermelada de frambuesa. Pero para mí esas son mariconadas modernas, las tortitas se toman con nata desde su invención. Estoy tan seguro de eso como de que ayer, en el baño del ala derecha, un par de sindicalistas dejaron a Benítez en estado de exaltación.
Para bajar tanta harina y lácteo, elijo un parque sin vallas. Recorro sus senderos evitando a los mendigos, las parejas en la pubertad de sus hormonas, los vendedores de hachís. Es increíble lo poblado que puede estar un parque a medianoche cuando uno necesita hacer sitio en sus intestinos. Lo había olvidado. Pero una vez resuelto el problema encuentro ese monumento donde un par de africanos que no venden nada, ni me miran, cantan una canción tocando un tambor. Parece una canción de cuna.
Me despierto dolorido y helado. Por la lumbre del cielo es hora de volver, si quiero ir caminando. A mitad de camino me arrepiento, el sol está alto y calculo que llegaré tarde otra vez. Así que espero ese autobús y cuando subo me encuentro a Benítez. Sabe que lo se, pero no comentamos nada. Está más tranquilo y creo que lo mejor es no meterle el dedo en la llaga. Bromea con la rutina que nos espera al regresar. Trato de seguirle la corriente, y en el esfuerzo me doy cuenta de que estoy a punto de llorar. No quiero regresar, no quiero volver a entrar en esas paredes, ni saludar a nadie para evitar rencores, ni mantener la calma ¡No quiero!
Benítez me da una palmada en el hombro, interrumpiendo mi aflicción. Suspira y suspiro. En verdad, él se lleva la peor parte, yo no tengo de qué quejarme.
Lo recuerdo cuando vuelvo a sentir ese dolor en el pecho al saludar al guarda de la caseta, otro guarda. Y una vez dentro me despido de Benítez por los pasillos, entro en el departamento, y enciendo mi ordenador suspirando por la hora de salida.

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